En estas noches de frío, de duro cierzo invernal, llegan hasta el cuarto mío, algunos recuerdos que les deseo contar. En los ochentas tempranos, en la ciudad de México, una noche al llegar a mi departamento de Medellín, en La Roma, al cerrar la puerta de mi recámara empecé a escuchar unos gritos desesperados que venían de la acera de enfrente. Como todo el piso daba a la avenida, todos los que lo habitábamos corrimos instantáneamente a las ventanas, aquél desde el comedor, otro desde la sala, yo desde mi cuarto.
Dos hombres forcejeaban en plena calle; un asalto sin duda, los gritos desesperados del peatón que temía lo peor y requería auxilio. Nosotros solo gritábamos para espantar al asaltante. Repentinamente, de los cuerpos en fricción, salió una luz azul seguida de un gran estruendo. El instinto ahora me arrojo al suelo, mientras les gritaba, cúbranse son balazos. A rastras o mejor dicho pecho a tierra llegue hasta el baño, el lugar más seguro por estar alejado de los ventanales, con la adrenalina a todo lo que daba.