Mauricio Vega Luna

Estamos atestiguando uno de los cambios políticos más importantes de las últimas décadas. Nadie podría negarlo, la elección del poder judicial es una renovación como no hemos visto en nuestras vidas. Son muchos los cambios que hizo la reforma al poder judicial, pero sin duda el cambio más drástico es el que tiene que ver con la elección directa de personas juzgadoras. Juzgados, magistraturas y hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación serán integrados por personas electas democráticamente. 

La gran mayoría de la gente está a favor de este avance democrático como lo hemos visto en las encuestas tanto de Enkol como de Pew Research, cerca del 70% de la gente ve este cambio de forma positiva. Sin embargo, también hemos visto resistencia de ciertos sectores que prefieren que las cosas se queden como están. Por buenas o malas razones, quienes buscan descalificar la efectividad de la elección, básicamente hacen un argumento en contra de la democracia. Mala estrategia. Las voces más moderadas se limitan a señalar que si bien la democracia es deseable, elegir no es suficiente para garantizar un cambio verdadero. Se equivocan. Y la mejor manera de ver lo efectivo que puede ser el someter un puesto a elección popular es recordar la elección presidencial del 2018.

En vísperas de la toma de protesta del entonces Presidente Electo Andrés Manuel López Obrador, la aprobación del Presidente de la República saliente, Enrique Peña Nieto, estaba en mínimos históricos. Era conocida por todos y todas la poca legitimidad y popularidad que el entonces presidente tenía. Las encuestas más optimistas ponían su aprobación en 30%. Sin embargo, a partir del 1ero de diciembre de 2018 como por arte de magia, la popularidad del Presidente de la República tuvo un ascenso dramático hasta rondar el 80%. Sin llevar a cabo ninguna reforma, la valoración que la ciudadanía tenía del poder ejecutivo inmediatamente dió un salto positivo. ¿Qué pasó? ¿Cuál fue la variable que movió el dato tan dramáticamente? Simplemente cambió la persona que ocupaba el puesto. La persona a cargo terminó su periodo y fue sustituída por otra. Ésta es la magia de la democracia. Por muy mal que un servidor público haga su trabajo, tiene un límite de tiempo. En otras palabras, en la democracia no hay mal que dure cien años. 

La herramienta del voto nos permite tener en nuestras manos el control de nuestro destino como nación. Es la diferencia fundamental entre un sistema democrático y uno oligárquico. En las oligarquías, deciden unas cuantas personas que no han sido electas por nadie. A veces se justifican declarando tener el derecho divino de gobernar, como en las monarquías. Otras veces se justifican argumentando que deben ser expertos los que gobiernen. Que los especialistas saben más que la mayoría y tienen mayor claridad en el rumbo que debe tomar el país. Así justifican no tomar en cuenta la opinión de la gente.

En cambio, en las democracias (demo-cracia: “demos” = pueblo, “kratos” = poder), se tiene por fundamento principal que el pueblo mande. Que el demos ejerza el kratos es un requisito indispensable para hablar de una democracia. Este principio dogmático de que el pueblo debe mandar en una democracia, tiene como ejercicio principal la elección de los puestos de representación. Antes de tomar cualquier decisión debemos elegir quién hablará por nosotros y quién tomará decisiones por nosotros, pues escuchar a todas las personas una por una sería imposible. A través del método de elección popular hemos concretado el mejor artefacto para escuchar la voluntad de la mayoría. 

Este sencillo pero poderosísimo método nos ha hecho posible la alternancia en el poder legislativo y ejecutivo en nuestro país. Hemos podido pasar de tener gobernantes y representantes que en su mayoría servían a intereses ajenos al pueblo, a tener verdaderos representantes populares. Y fue gracias a la fuerza y constancia del pueblo que nunca abandonó la vía democrática. Es esa vía democrática la que ahora se busca expandir al poder judicial. Un poder que ha permanecido lejano al pueblo. Se ha resistido a la rendición de cuentas que debería tener cualquiera que ejerza autoridad y dinero público. 

Hemos visto también cómo sus miembros se han resistido a los nuevos tiempos negándose a bajar sus gastos onerosos y han desobedecido la Constitución al negarse a bajar sus salarios. Ante esta negativa, el Pueblo sabio, constante y de profundas convicciones democráticas decidió otorgarle a sus representantes la mayoría calificada requerida para democratizar el poder judicial. 

Sin duda la reforma judicial promulgada por el entonces Presidente Andrés Manuel López Obrador tiene muchas virtudes (austeridad republicana, rendición de cuentas en el tribunal de disciplina, tiempos límite para juicios), pero la fundamental es la elección de personas juzgadoras. Es este el componente que habrá de regenerar ese poder corrupto e ineficiente.

Los jueces y las juezas, los magistrados y las magistradas, los ministros y ministras, todas y todos se volverán verdaderos representantes populares. La legitimidad que les dará llegar con el voto los hará tener la arrogancia de sentirse libres y la humildad de deberse al pueblo que los puso ahí. Al menos ésa es la intención detrás de este cambio profundo. 

De modo que no debemos temer consecuencias negativas de la democracia, la democracia nunca es un retroceso. Es esta convicción la que nos llevará a mejorar nuestra vida pública, volverla cotidiana y acercarnos cada vez más a ese anhelo escrito en nuestra Constitución que dice: “que la democracia no sea solamente una estructura jurídica y un régimen político, sino un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.