Mauricio_Vega_Luna_Nuestra_Revista.jpgMauricio Vega Luna

El voto por Donald Trump no debería ser desestimado como un mero triunfo de la maldad, la desinformación o el resentimiento. Interpretarlo así simplifica en exceso el fenómeno y refleja un discurso similar al de la oposición mexicana, moralmente derrotada e incapaz de entender las razones de su propia caída. En lugar de lamentarse o culpar a votantes descontentos, un movimiento que aspire a recuperar la presidencia en Estados Unidos debe detenerse a analizar por qué está perdiendo la batalla cultural.

Para comprender esta situación, los conceptos de “guerra de posiciones” y “guerra de movimientos” del teórico italiano Antonio Gramsci ofrecen una perspectiva útil. Estos conceptos ayudan a explicar las estrategias necesarias para ganar terreno, tanto en la cultura como en el ámbito electoral:

- Guerra de posiciones: Este tipo de lucha se da en el campo de la sociedad civil, en espacios como la cultura, la educación y los medios de comunicación. Aquí la idea es ocupar posiciones clave dentro de estas estructuras para influir y transformar los valores y las mentalidades de las personas. Es un proceso lento, pero al modificar poco a poco el sentido común, se construye una hegemonía que otorga poder cultural y moral a largo plazo.

- Guerra de movimientos: Este concepto, en contraste, representa una lucha directa y abierta, más aplicable en tiempos de crisis, donde se busca una transformación rápida. En lugar de construir influencia gradual, la guerra de movimientos es el enfrentamiento directo entre el pueblo y el poder político, y se asocia más a situaciones revolucionarias.

Gramsci observó que en sociedades altamente institucionalizadas, como Estados Unidos, la guerra de posiciones suele ser más efectiva para cambiar el curso político que una guerra de movimientos. La estrategia de movimientos rápidos puede ser tentadora, pero carece de la solidez y el arraigo cultural que ofrece una influencia gradual en la sociedad.

En Estados Unidos, la batalla política parece haberse trasladado a la batalla cultural, donde el sentido común de la mayoría—progresista o conservador—define los límites de lo posible. En las últimas décadas, la derecha ha invertido significativamente en su influencia cultural, logrando que, llegado el momento de la elección, el terreno esté más favorable para los actores conservadores que para los progresistas. La operación política centrada solo en la recaudación de fondos y movilización de voluntarios ha demostrado ser insuficiente para ganar elecciones; lo que realmente importa es la capacidad de conectar con la gente en el ámbito cultural y simbólico.

Culpar a los latinos o afroamericanos de “traicionar” sus raíces no tiene sentido. En lugar de responsabilizar a estos grupos, los demócratas deben preguntarse por qué la comunidad dejó de verlos como sus representantes. Quizás la respuesta esté en su limitada conexión cultural: mientras que los republicanos ofrecieron una narrativa ilusionante, aunque distorsionada, los demócratas no lograron posicionarse como un verdadero aliado. Esto no se resuelve solo con figuras simbólicas, como una candidata de una comunidad marginada. Los votantes de color, que deberían haber sido su base natural, vieron en esta candidata a otra política del establishment, no una verdadera representante de sus intereses.

Para contrarrestar el impacto cultural de Trump, los progresistas debieron haber priorizado una guerra de posiciones más efectiva. En lugar de confiar en gestos simbólicos, tendrían que haber apuntado a los multimillonarios como Trump como verdaderos adversarios, y a activistas genuinos como Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez como aliados de las clases trabajadoras y marginadas. Mientras tanto, los conservadores detrás de Trump invirtieron tiempo, dinero y esfuerzo en convencer a la población de que hombres millonarios como él—aunque distantes de su realidad—podrían mejorar sus condiciones de vida.

Desmontar esta narrativa requerirá tiempo, esfuerzo y autocrítica dentro del Partido Demócrata. Solo así se podrá construir un sentido común más humanista y menos individualista entre el pueblo estadounidense, para que en futuras elecciones se elija a quienes realmente representen los intereses de la mayoría, y no los de una élite privilegiada.