Rubén Aguiar Valenzuela

El libro Colonia Ajusco (Colección Miramar, México, 2025) reúne 205 fotografía en blanco y negro de Pedro Meyer, tomadas en la Colonia Ajusco en los pedregales formados por la erupción del volcán Xitle hace 1700 años, en la hoy Alcaldía de Coyoacán.

Meyer, tomó la mayor parte de las imágenes en 1974, y otras en 2000. En el libro hay dos textos: "Los años que viví en la Colonia Ajusco", Rubén Aguilar Valenzuela y "El tiempo y las estrellas", Salvador Huerta, Chava. El autor dedica el libro: "A mi amigo Rubén Aguilar Monteverde, quien me llevó al Ajusco por primera vez". 

Este libro es un objeto de arte impreso con una enorme calidad y nitidez en Repro Gráfica S.C., en Santa María del Tule, Oaxaca. Una empresa dedicada a la elaboración de libros con la obra de artistas y catálogos de exposiciones y museos.

Las fotografías de Meyer, en blanco y negro, con un alto contraste, son muy bellas como obras de arte, de arte mayor, y son también un testimonio, que da cuenta de un momento de la historia de México, a partir de una zona de vivienda de la Ciudad de México, del entonces Distrito Federal.

Y es también un testimonio antropológico, que ofrece una mirada profunda, de cómo vivían las personas en esa colonia en esos años. Las calles de lava, la manera en la que se dotaban de electricidad y de agua. El mercado, los comercios, los talleres, los muy distintos tipos de servicios que entonces se prestaban.

La forma de sus casas con techos de cartón, su interior y exterior, la convivencia familiar y comunitaria. Los retratos de los hombres y mujeres, de las y los jóvenes, de las y de los adolescentes, de las niñas y los niños. Los juegos y diversiones.

Meyer se deja sorprender por lo que ve, las personas, las viviendas, las calles de lava, los tendidos de los cables eléctricos, los tubos de agua, los comercios, y todo lo registra con admiración y respeto desde su muy particular ángulo de mirada.

Este es el primer libro de una serie de 42, que habrá de publicar Colección Miramar, con la obra seleccionada de las 1 500 000 fotografías que tiene el archivo de Pedro Meyer. Es un proyecto único a nivel mundial en la historia de la fotografía. 

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Aquí reproduzco el artículo que escribí para el libro. 

 

Los años que viví en la Colonia Ajusco

Rubén Aguilar Valenzuela

En junio de 1972 llegué a vivir a la Colonia Ajusco, en la zona de los pedregales, en la Delegación Coyoacán, al sur de la Ciudad de México.

Esta zona está cubierta con lava de la última erupción del volcán Xitle hace 1700 años y es también donde se ubica el Pedregal de San Ángel.

En un mismo espacio geográfico, configurado por los desniveles que formó la lava, convivían dos mundos diametralmente opuestos; de un lado la miseria y del otro la riqueza.

Tenía entonces 25 años y formaba parte de una comunidad de jesuitas, que había llegado a la colonia para abrir un proyecto de educación popular alternativo.

Al terminar los estudios de filosofía, los jesuitas dedican dos años a trabajar en alguna de las obras de la Compañía de Jesús, antes de iniciar sus estudios de teología.

El provincial nos mandó a cuatro maestrillos, así se llama a los jesuitas en esa etapa de su formación, junto con un sacerdote, como superior, Alberto Navarro, para iniciar el Proyecto Ajusco.

En 1970, el padre Enrique Martín del Campo, provincial de la Compañía de Jesús en México decidió cerrar el Colegio Patria. Decisión que provocó todo tipo de reacciones y fue una noticia de carácter no solo nacional sino internacional.

Periódicos como The New York Times comentaron el hecho. Los jesuitas dejaban su trabajo de educación con las élites, realizado por siglos, y ahora dedicaban sus esfuerzos a los más pobres.

La institución que los jesuitas crearon al cierre del Patria fue Fomento Cultural y Educativo A.C., y el primer proyecto de educación popular que se estableció fue en la Colonia Ajusco.

Los jesuitas llegamos a vivir a la colonia, al principio, en una casa de cartón en un terreno de invasión que conseguimos mediante un "traspaso". Que se da cuando el invasor original del predio vende su derecho.

La tarea de los maestrillos era generar una alternativa integral de educación popular, que contemplaba del kínder a la preparatoria. Los alumnos eran los que se conocían como "desecho escolar", quienes no habían podido conseguir un lugar en el sistema escolar oficial.

También diseñar y poner en práctica nuevas e innovadoras modalidades de educación de adultos y generar proyectos productivos para jóvenes sin empleo en las zonas urbanas marginales.

El director de Fomento, como le decíamos a la nueva organización, el padre jesuita Humberto Barquera, me nombró responsable del proyecto.

En el colaborábamos los jesuitas, un grupo de religiosas del Sagrado Corazón, laicos que vivían en la colonia y laicos profesionistas, que se integraron al trabajo.

El primer grupo de educación de adultos que formé se integraba con los albañiles que participaban en la construcción de la nueva casa, que sustituía a la de cartón. Era un círculo de cultura con la metodología del brasileño Paulo Freire.

A la cabeza de ellos estaba Salvador Huerta, Chava, un hombre particularmente inteligente, con un enorme deseo de aprender y conocer. Estaba casado con Amparo. Desde un principio con ellos establecí una relación cercana.

Amparo murió en una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) por una negligencia médica. Estuve con Chava en el hospital cuando le dieron la noticia. Nos seguimos viendo después de más de 50 años.

Los habitantes de la colonia, muchos de ellos migrantes de Oaxaca y Michoacán, para empezar a construir su casa de material, rellenaban con tierra las irregularidades del terreno volcánico de sus lotes.

Desde el origen de la invasión, de diversos lugares de la ciudad llegaban camiones de volteo con escombros, para tirarlos aquí. Buena parte de la tierra de la excavación del metro acabó en la colonia.

El arquitecto Guillermo Casas, que había sido jesuita y trabajaba en la Universidad Iberoamericana, hizo los planos de la casa aprovechando los desniveles del terreno.

Queríamos que como las casas del arquitecto Luis Barragán, creador del Pedregal de San Ángel, la gente de la colonia, por la vía del ejemplo y la demostración, decidiera construir de otra manera, pero eso no ocurrió.

Doña Queta, que se había hecho de un terreno al inicio de la invasión, colaboraba con nosotros en la comunidad jesuita. Hacía las compras diarias en el mercado y preparaba las comidas. No sabía su edad porque no tenía acta de nacimiento. Siempre atenta y de buen humor. Era un lazo importante de nosotros con la comunidad.

A mi papá, Rubén Aguilar Monteverde, y a mi mamá, Alicia Valenzuela García, les gustaba visitar a la comunidad jesuita. Él, en ese entonces, era uno de los directores del Banco Nacional de México (Banamex). Siempre nos traían algo para la casa que, en su vista anterior, habían notado nos hacía falta.

El carro en el que venían lo tenían que dejar cuadras atrás, también ahí se quedaba la seguridad que los acompañaba, y entonces caminar hacia la "casa del hoyo", como le pusimos a la que hizo Chava y su grupo. A mi papá le interesaba conocer lo que hacíamos y cómo la gente podía mejorar su situación económica y social.

En 1974, mi papá y Pedro Meyer se conocieron en el Programa de Alta Dirección que impartía el Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas (IPADE). Ahí se hicieron amigos y su amistad la conservaron hasta la muerte de mi papá.

Él invitó a Pedro a conocer la Colonia Ajusco y a su hijo, el jesuita que vivía y trabajaba en el barrio. Le dijo era una experiencia y un sitio que le iban a interesar. El retrato mío que aparece en este libro la tomó Pedro en esa primera vista, la hizo dentro de "la casa del hoyo". 

Ese día lo acompañé a un recorrido por la colonia y muchas de las fotografías que aquí se pueden ver las hizo en esa ocasión. Pedro y yo, desde entonces somos amigos. Ya han pasado 50 años. 

  

En ese entonces, las calles de la colonia eran mitad lava y mitad material de relleno. Era una práctica común que los fines de semana los vecinos se organizaran para romper las piedras y emparejar las calles. En ese entonces solo una calle, la de la entrada y salida de la colonia, por la que pasaban los camiones, estaba pavimentada.

Había casas con paredes y techos de lámina de cartón y paredes de piedras colocadas unas sobre otras. Algunas, a medio hacer, eran ya de tabique de cemento. La posibilidad de ampliar las casas dependía de la disposición de los recursos económicos.

Toda la colonia estaba en proceso de construcción. En los castillos del primer piso de la casa, siempre sobresalían varillas, para algún día, a partir de ellas, iniciar la construcción del segundo piso. Ese era el propósito. Las varillas descubiertas eran sinónimo de esperanza.   

La privacidad era un bien escaso o simplemente nulo. Los cuartos, a veces solo uno, eran compartidos por varios miembros de la familia. Las camas eran también un bien compartido por muchos. 

Las casas siempre estaban en proceso de construcción, los fines de semana en el trabajo se implicaba toda la familia. Cada quien tenía una responsabilidad. Era una manera de hacer patente el arraigo, de asegurar que ahí se iban a quedar y que nadie nunca los iba a mover. 

Por ser zona de invasión no había títulos de propiedad de los terrenos. Lo que actuaba como tal era un pequeño letrero, colocado en el exterior de las casas con cuatro datos: Nombre de la calle, nombre de la familia, número de la manzana y número del lote. 

El proceso de construcción permanente de las calles y de las viviendas era expresión de la vitalidad de una comunidad que luchaba todos los días por tener una mejor vida. Había un enorme deseo de progreso, de darse a sí mismos y a sus hijos una mejor vida.  

En ese entonces, la luz eléctrica se "tomaba" de los cables que cruzaban la colonia. Había un complejo sistema de postes de madera, para sostener el cableado que iba a las casas. En esa compleja telaraña cada quien sabía cuál era su hilo. Les ponían marcas. Nadie se confundía. 

El agua potable se obtenía de un tubo que cruzaba la colonia. Se le habían hecho perforaciones y por lo regular mujeres y jóvenes, iban por el agua, pero también se podía contratar a "aguadores", que en botes la llevaban a las casas.

Había un gran cuidado y responsabilidad en el uso del agua. Era un bien altamente apreciado. Un lujo. Muchas de las casas en la parte exterior tenían una vieja tina de baño, para depositar el agua y para recolectar la que cayera de la lluvia. 

En esos años en las casas de la colonia nada se desperdiciaba y todo tenía uso. Los objetos se utilizaban una y otra y otra vez. No siempre de la misma manera, pero había una enorme creatividad para encontrarles un nuevo y útil provecho. 

Era algo que surgía de la necesidad y de una clara racionalidad económica, pero también era una celebración del acto de creación y del ingenio. La imaginación era patrimonio cultural compartido.  

La ropa colgada a la vista de todo era parte del paisaje de la colonia.  Una nota de color ante el negro de la piedra y el gris de los bloques de cemento.  A la vista de los vecinos estaban las sábanas, las camisas, los pantalones, los vestidos y la ropa interior.

En el día se quedaba poca gente, era en lo fundamental una colonia dormitorio. Todo mundo, sobre todo los hombres, salían a trabajar y regresaban ya en la tarde-noche. A pesar de esa realidad dominante había una serie de actividades productivas locales.

Los letreros que las anunciaban era de elaboración casera con faltas de ortografía y mucho ingenio. Había tiendas muy pequeñas, a veces solo una mesa afuera de la casa, pollerías, venta de comida, salones de belleza, reparación de carros y vulcanizadoras.  

Y también herrerías que hacían ventanas y puertas, un bien muy demandado, y talleres donde se arreglaba absolutamente todo con enorme capacidad de inventiva. Cualquier cosa podía ser reparada. La cultura del reciclaje y del que todo podía de nuevo ser usado era práctica común. 

En la capital de la República, en la ciudad más importante y con mayor desarrollo del país, la miseria se hacía presente. Estaba ahí no muy lejos del Zócalo. La colonia, por ser zona de invasión, no era reconocida por las autoridades y por lo mismo esta no estaba obligada a prestar servicios públicos.

Los habitantes de la colonia en su lucha diaria por la supervivencia, a pesar de sus enormes dificultades, siempre veían el futuro con esperanza. Se ubicaban como triunfadores. Valoraban como algo muy positivo haber dejado atrás la vida de carencias que llevaban en el campo. 

Los colonos siempre decían que ahora estaban mejor que antes. Era posible que sus hijos asistieran a la escuela, incluso ir a la universidad, y en casos de emergencia podían acudir a un hospital. En la ciudad ahora tenían un bien propio que era su terreno y su casa. No se arrepentían de haber dejado el campo. 

Pero mantenían el contacto con su tierra de origen en la que todavía permanecían algunos de sus familiares. Era común organizar viajes para regresar de visita a los pueblos o para participar en las festividades religiosas tradicionales. 

Eran conscientes que asumían una nueva cultura, la urbana, pero no despreciaban en la que habían nacido. Ahora su mundo y su mirada era más amplia, pero sabían que tenían un origen y un pasado, que se hacía presente de muchas maneras, uno permanente y cotidiano, la cocina de sus pueblos.     

En el marco del proyecto educativo a nuestro cargo se diseñaron y operaron las alternativas que nos propusimos. Entre ellas, un pequeño circo que impartía educación para adultos de manera lúdica, creación de las religiosas María Adela Oliveros y Ana Francisca Palomera. Cada tanto tiempo se movía a un sitio de la colonia. 

En la comunidad jesuita recibíamos a jesuitas que venían de Estados Unidos, Centroamérica y Sudamérica, que querían ver lo que estábamos haciendo, lo que se construía después del cierre del Instituto Patria. Nos visitaban también investigadores en educación de México y otros países.  

Entonces se volvieron visita asidua de la comunidad Jorge Palacios, diplomático de carrera, y Cristina Goddard, su compañera. Llegaban los viernes o los sábados por la noche. Siempre con una botella de whisky o de cognac. Eran veladas hasta las primeras horas de la madrugada.

Un día inesperado los habitantes de la colonia entraron en pánico generalizado porque FIDEURBE, institución del gobierno de la Ciudad de México, se presentó para decir que iba a regularizar la tierra, pero antes la iba a cobrar. 

Muchos de los habitantes se habían hecho de su terreno por la invasión, pero otros lo habían adquirido por el pago de un "traspaso". De inmediato los colonos se organizaron, para hacer frente a lo que se veía como un enorme peligro de desalojo, de perder lo que ya era suyo. 

La estructura organizativa que se creó fue por manzanas y en cada una se eligió a un representante. Por todos lados surgen liderazgos locales, mujeres y hombres. A partir de entonces todas las semanas se realizan asambleas donde asisten los representantes de las manzanas y todo el que quiera. 

En la concepción del proyecto educativo sosteníamos que era necesario "educar para la acción social", de pronto toda la colonia, ante la amenaza de FIDEURBE, empezó a tomar nueva conciencia de su realidad y un nuevo interés por informarse y participar en la construcción del bien público.  

A partir de esta experiencia cambiamos de formulación y ahora sosteníamos que la educación popular concientizadora debía desarrollarse a partir de crear "acciones sociales que eduquen". Se convirtió en un tema de interés y discusión en el ámbito de a la educación popular que trascendió las fronteras de México.  

Por la negociación, derivada de la lucha popular, se logró que los términos de FIDEURBE fueran razonables en el precio y en los plazos de pagos. Nadie perdió su terreno y todos pudieron legalizarlo. Fue una historia de éxito. La colonia entró en una nueva etapa, con colonos que tenían títulos de propiedad. Era su patrimonio y un bien que podían vender. 

Ahora, al ser una colonia legalizada ya existía oficialmente, y empezaron a llegar más servicios públicos y se abrieron nuevas calles y avenidas pavimentadas. En esos años la colonia cambió de manera radical. Evolucionó y mejoró, de manera anárquica, sin un plan, como ocurre en el resto del país, pero lo hizo. 

Como responsable del Proyecto Ajusco estuve tres años, los que hice de magisterio, para luego iniciar los estudios de teología en 1975. Otros maestrillos se hicieron cargo del trabajo educativo y social.    

Para los estudios de teología me quedé a vivir en la colonia, pero ahora en la casa que tenían los jesuitas en la iglesia de la Resurrección. El provincial decidió que en esta casa vivieran los teólogos. Al tiempo de los estudios de teología hacíamos la maestría en sociología en la Universidad Iberoamericana. 

En acuerdo con el Departamento de Ciencias Sociales y Políticas conseguimos que las clases se dieran en la colonia y ahí asistían los otros alumnos inscritos en el curso. Tuvimos extraordinarios maestro mexicanos y también chilenos y bolivianos, que se encontraban refugiados en México. La realidad de la colonia les impactaba. 

Parte de ese grupo realizó una investigación de la colonia coordinada por Jorge Alonso Sánchez, que derivó en el libro Lucha Urbana y Acumulación de Capital (Ediciones Casa Chata, 1980), que se convirtió muy pronto en un clásico, a nivel mundial, de la antropología urbana. Es un registro puntual y preciso, con interpretaciones teóricas, de lo que ocurrió en la colonia Ajusco que me tocó vivir. 

Aquí viví de 1972 a 1978, fueron seis años. Tiempo fundamental en mi vida. Lo más importante fue la convivencia con las personas de todas las edades y de muchas regiones del país, que todos los días, daban, me daban, lecciones de dignidad y de grandeza humana. 

Habían tenido que dejar el campo por la situación de miseria en la que se encontraban, querían para ellos y sus hijos una mejor vida. Llegaban a un ciudad desconocida e inhóspita. A un lugar para vivir en medio de la lava, que había, de hacer habitable. Se dieron a la tarea de construir sus casas y calles. Siempre con la mirada al frente. 

Construyeron una nueva cultura, con también nuevos valores, que mezclaba elementos de su vida en el campo con la dinámica y exigencia propia de la urbe. Una síntesis original y novedosa. Sus hijos son ya producto de esta manera de ser, que tiene origen e historia. 

En 2000, después de 26 años, Pedro y yo volvimos a la colonia Ajusco. Era la misma, pero también distinta. Los cambios estaban a la vista y eran para bien. Más calles pavimentadas, más servicios públicos, más escuelas, más médicos y ahora también había hospitales, gimnasios, centros de computación, y también restaurantes. Ya no había casas de cartón y sí de varios pisos e incluso edificios.

La fotografía de Pedro, algunas tomadas en el mismo lugar 26 años después, dan cuenta de esa realidad. Vimos a doña Queta en su casa. Estaba enferma, pero tenía la misma risa de siempre. De vez en vez, suelo pasar por la colonia Ajusco, que ahora no se parece en nada en la que viví y trabajé. Me cuesta ubicar lugares. Todo está cambiado. 

Es, me digo con optimismo, actitud arraigada en los colonos de la década de 1970, expresión de que México, a pesar de sus múltiples problemas y rezagos, ha cambiado. Ahora es mejor que antes. Sigue habiendo pobreza e incluso pobreza extrema, pero en menor dimensión que décadas atrás. 

Este libro de Pedro, dedicado a la colonia Ajusco y sus gentes, es el registro de un México que existió, están las fotografías que dan cuenta de él, pero que pudo cambiar y hacerse mejor con el esfuerzo individual y colectivo. Los colonos de la colonia Ajusco son constructores de ese nuevo país.  


 

 

Colonia Ajusco

Pedro Meyer

Colección Miramar

Fundación Pedro Meyer, A.C.

México 2025

pp. 28