Francisco Tobías

En esta ocasión te platico que a mediados de 1920, el 4 de agosto para ser precisos, los vecinos del sector oriente de esta bella ciudad se quejaron ante el ayuntamiento de Saltillo por el uso indiscriminado de lo que fue el panteón municipal, clausurado a finales del siglo xix, ya que era utilizado como retrete.

El abandono del camposanto fue total, pues se volvió lugar donde los pillos y ladrones se escondían, además de que la gente que tenía ganas de ir al baño dejaba algún recuerdo cerca de su muertito favorito.

Las quejas aumentaban día a día. Los vecinos estaban sumamente molestos, pues les resultaba bochornoso ir caminando y de repente toparse con alguien en cuclillas con las caras deformadas por el esfuerzo. Adicional a que se había vuelto un problema de salud pública, causaba desagrado en demasía ver profanadas las cruces de las tumbas de quienes ahí descansaban. A eso le sumamos que en cualquier momento podían toparse con el grotesco escenario, ya sea a la hora que iban o venían los niños de la escuela, o cuando se acudía al llamado de misa: la sorpresita era latente.

Amigos y amigas Saltillenses, y los olores… ¿dónde los deja usted? Esas eran las quejas que más abundaban. Ay, qué feo, mejor ya no les cuento.

Así es, amigos y amigas, en Saltillo la última morada de sus habitantes fue convertida en baño público, lo que se convirtió no solo en un problema de moral, sino religioso, de salud pública y de pudor, y también en un problema de olor, un evento que ahora no vale la pena ni siquiera oler.