Xavier Díez de Urdanivia

Si las cosas estaban ya complicadas en materia de inseguridad, la semana que concluyó se agudizaron en varios puntos del país, especialmente en Nuevo Laredo. Ahí se impidió el abasto de gasolina a las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad pública, mediante amenazas de la delincuencia organizada proferidas a los expendedores.

Fue entonces que el Presidente exhortó a los grupos involucrados a “que le bajen” y a “portarse bien”. A sus “madrecitas”, les pidió que les digan que ya se dejen de andar delinquiendo. “Al carajo la delincuencia… ¡Fuchi, guácala!”, dijo literalmente.

Después de tan considerado exhorto, circularon en las redes sociales diversos comunicados según los cuales los dirigentes de las organizaciones destinatarias del llamado presidencial, daban permiso de robar farmacias, tiendas Oxxo y restaurantes o taquerías, además de violar mujeres “siempre y cuando se les regrese con vida”.

Ya previamente habían advertido a los habitantes de Nuevo Laredo que nada de lo que estaba pasando ahí era contra ellos, sino “guerra con los wachos y la furia prieta”, al tiempo en que alguno de tales grupos prohibía a los comercios (centros comerciales, tiendas Oxxo, City Club, carnicerías, fruterías, bodegas, restauranteros taqueros, vendedores de hot dogs, etc.) la venta de comida para las fuerzas del orden destacamentadas en esa plaza.

Frente a la gravedad de esa circunstancia y la magnitud del problema, la reacción presidencial causó azoro, por decir lo menos. Francamente, exhortar a las “madrecitas” para que les digan “que ya se porten bien” y le hagan “fuchi, guácala” a los delitos, denota, en el mejor de los casos, una ingenuidad de proporciones inusitadas, absolutamente inadmisible y sin justificación alguna. Hay quienes piensan, incluso, en complacencia reprobable.

La responsabilidad que conlleva el deber de velar por la exacta observancia de la ley, la calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas y, en general la obligación de ver en todo y por todo que la ley se cumpla, serían ya bastantes para obligar al Presidente de los Estados Unidos Mexicanos a ir más allá de llamar, como lo hizo, a “portarse bien” a quienes han demostrado que cosas más graves que eso son ineficaces para disuadirlos de persistir en su desafiante
beligerancia.

Para más clara y contundente precisión, por si eso fuera poco, están las fracciones VI y VII del Artículo 89 de nuestra maltrecha Constitución que, a pesar de todo el asedio de que ha sido objeto, sigue siendo la norma fundamental en México.

Ese precepto, en lo conducente, dice: “Artículo 89. Las facultades y obligaciones del Presidente, son las siguientes: VI. Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente, o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación”, y “VII. Disponer de la Guardia Nacional en los términos que señale la ley”.

Razón sobrada tuvo el Gobernador de Tamaulipas cuando manifestó que, si la Guardia Nacional había surgido a la vida pública precisamente con motivo de fortalecer la capacidad gubernamental ante el reto de enfrentar a las fuerzas organizadas que no solo actúan fuera de la ley, sino contra las instituciones estructurales del Estado mexicano, no estaba cumpliendo ese cuerpo con su función primordial, puesto que se le había encomendado, en cambio, el control de las personas en estado de migración que, desde la frontera sur del país, intentan cruzar el territorio de México para llegar a los Estados Unidos.

Si en el contexto inmediato causa pasmo la reacción presidencial, cuando se amplía el obturador la cosa se confunde más, porque la tersa suavidad mostrada frente a la delincuencia organizada se vuelve mano dura cuando se trata de velar por los derechos fundamentales a la salud, el acceso a guarderías, etc., y no se diga en las cuestiones
fiscales.

¿Por qué tan dispar actitud? ¿Es tal el grado de ingenuidad? ¿“Fuchi, guácala”? ¿De qué se trata?