Xavier Díez de Urdanivia
Hace unos días, el presidente se dolía de los amparos presentados en contra de su decisión de interrumpir la construcción del aeropuerto internacional de la Ciudad de México en Texcoco y la transformación de la base aérea militar de Santa Lucía para dedicarla a ese fin.

En su conferencia mañanera mencionó, incluso, que había ochenta demandas de amparo y subrayó la cifra para destacar su demasía.

Preguntó, además, por qué no se habían presentado tales demandas durante las administraciones anteriores y manifestó su convicción de que la única finalidad de la medida se cifraba en el afán de obstruir los programas de su gestión, y no en interés otro alguno.

Varias cuestiones hay en el planteamiento presidencial que, a mi parecer, es imprescindible aclarar. La primera de ellas tiene que ver con el hecho de que no se hayan presentado demandas de amparo en contra de la decisión durante los regímenes anteriores. Eso es así, como resulta evidente a poco que se reflexione, porque la resolución impugnada fue expedida en el que está a su cargo y no en los otros, por lo que no pudo ser impugnada durante el desempeño de alguno de ellos.

Si, en cambio, la referencia fue hecha de manera genérica, pensando que ochenta amparos son muchos y su cuantía hace evidente que se ha empleado la institución para obstruir su gestión, valdría la pena revisar la estadística del Consejo de la Judicatura Federal, cuya página web (https://www.dgepj.cjf.gob.mx/) da cuenta de que, nada más en 2010, los tribunales colegiados de circuito conocieron, en revisión, de 80,435 amparos, mil veces más que la cifra citada por él.

Por lo que se refiere a la intención de esos amparos, hasta hace no mucho algunos autores clasificaban el juicio de amparo, en vista de su propósito específico, en “amparo contra leyes”, “amparo-garantías”, “amparo-casación” y “amparo-soberanía” (v. gr.: Juventino V. Castro, en “Garantías y Amparo”, Porrúa, 2000) ¿Debieron haber agregado una clasificación adicional, el “amparo-obstrucción”?

Es inevitable que el juicio de amparo sea una figura que puede resultar muy incómoda para la autoridad, porque se trata de un instrumento, al alcance de toda persona, para controlar los actos de ella que, en contra de su interés, violen los derechos humanos.

Uno de los elementos que el juicio de amparo garantiza es el de la seguridad jurídica, porque solo en ella se puede dar la previsibilidad de los actos de cada uno y todos los de la colectividad. Eso incluye la necesidad de que se respeten los procedimientos para tomar y ejecutar las decisiones que, siempre dentro del ámbito limitado por las normas, tome y efectúe la autoridad.

En un país cuya incipiente cultura democrática entroniza al depositario de la rama ejecutiva del poder público, lo mismo federal que estatales, la función del amparo como control del poder se realza; lo hace más durante los innumerables periodos de hegemonía presidencial vividos por México, repetida casi fatalmente, desde su independencia.

No es saludable, en modo alguno, para la verdadera democracia, atentar en contra de la licitud de la figura y la legitimidad en su ejercicio, aduciendo intencionalidades que, aún en el supuesto de que existieran, no afectan la objetividad de la función instrumental del medio de protección y control denostado.

Cumplir y hacer cumplir la constitución y las leyes que de ella emanen no es algo que quede sujeto al arbitrio del gobernante, sino un deber inexcusable suyo, signo ineludible de civilidad hoy en día.

Cuando la garantía del correcto ejercicio del poder, fundada en la división de su ejercicio, no es suficiente para conseguir un eficiente sistema de “frenos y contrapesos” y, además, esa disfuncionalidad afecta derechos fundamentales, solo queda el control constitucional para impedir que la acción violatoria surta efectos y aún sea resarcida la persona afectada por las consecuencias de la indebida actuación de la autoridad responsable.

En ello destaca el juicio de amparo. Hay que enaltecerlo, cuidarlo y acatarlo, no pretender restarle legitimidad.