Xavier Díez de Urdanivia

Por fin se despejó la incógnita y aunque es pronto para hacer evaluaciones, vale la pena comentar un par de datos que resaltan del breve, pero ilustrativo, discurso pronunciado tras su elección.

El primero tiene que ver con la independencia judicial, correctamente contemplada; el segundo tiene que ver con la imprescindible imparcialidad de la que debe hacer gala todo juez.

Es frecuente que se incurra en el que a mi juicio es un error craso: considerar como “titular de Poder Judicial Federal”, o como “presidente de todos los jueces federales” (como dijo el senador Germán Martínez el lunes anterior en el noticiero “Ciro por la mañana”) al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ni una ni una cosa, ni la otra.

El titular del poder de juzgar –judicial, por tanto– es CADA JUEZ, local o federal, –incluidos los ministros y magistrados– dentro de los límites de la competencia que por razón de materia, territorio, grado, etc., la constitución y las leyes les confieren. El presidente de la Corte preside el Pleno de ella y el Consejo de la Judicatura; la ley le asigna, además, algunas actividades administrativas, pero sólo eso.

Se explica ese yerro, en buena medida, por la cultura del “presidencialismo”, que proyecta la figura del tlatoani-emperador-presidente, como un anacrónico “pater familiae” que concentra, en los hechos y más allá del Derecho, el poder de tomar las decisiones y ordenar su ejecución. Esa cultura ha permeado todas las instituciones, construyendo un sistema de pequeñas pirámides yuxtapuestas y sobrepuestas que conforman la gran pirámide política nacional, que poco tiene que ver con la estructura jurídica constitucional del país.

La señora presidenta de la Suprema Corte, por lo que se puede inferir de sus antecedentes, tiene empaque suficiente para lidiar con las vicisitudes del puesto, pero tiene también la oportunidad de impulsar, desde la posición privilegiada que ocupa, el cambio de cultura necesario para enmendar ese entuerto. Poco no sería lograrlo y, además, ser el factor que, como efecto dominó, detone otros cambios igualmente importantes.

La otra cuestión que estimo importante, la imparcialidad, remite de nueva cuenta a su discurso, en el que dijo: “La representación que se me encomienda tiene una doble dimensión, una doble responsabilidad, los representa a ustedes, ministros y ministras, de la Suprema Corte, consejeras y consejeros de la Judicatura Federal, al mismo tiempo, al ser la primera mujer que preside este máximo tribunal represento también a las mujeres”.

Hay en este párrafo un par de cosas que ameritan un comentario: la primera es que, en rigor, no fue nombrada representante de nadie, sino de la institución, para cuestiones de índole legal y protocolario. Lo que, en el contexto podría ser anodino, si no hubiera incluido a las mujeres, porque ese hecho, aunado a la omisión de la “imparcialidad” entre las características comprometidas expresamente para su desempeño (“representación, según dijo), pues ofreció “una representación basada en…estudio, reflexión, acción, autocrítica, honradez, empatía”, lo que resulta encomiable, pero puede genera aunque puede ser que de ello resulte una situación delicada, pues mencionar expresamente a la “empatía” -es de suponerse, por el contexto, que con las mujeres- y omitir a la “imparcialidad”, abre la puerta a situaciones que son de suyo delicadas, al grado de que podría radicar en ellas la degradación misma de los mejores atributos de los derechos fundamentales, como son la universalidad y la igualdad.

Hay que tener en cuenta que toda “acción afirmativa” es discriminación, aunque se le considere “positiva”, que sólo podrá justificarse en la medida necesaria y por un tiempo determinado, para enmendar desigualdades, no para crear unas nuevas.

Esos dos temas bien le podrían servir a la señora ministra Piña para fincar sus primeras acciones para reforzar la función judicial, y también os derechos fundamentales. Si lo hace con éxito, pasará a la historia por razones de mucho mayor peso que ser la primera mujer en presidir la Suprema Corte.