Xavier Díez de Urdanivia

El miércoles fue depuesto Pedro Castillo como Presidente del Perú, en respuesta a su acometida contra el parlamento de su país, acusado de los delitos de rebelión y conspiración.

Castillo había anunciado su decisión de disolver el Congreso y decretar un estado de excepción, durante el cual habría de gobernar mediante decretos suyos, hasta que un parlamento nuevo, con calidad de constituyente, fuera instalado y expidiera una nueva Constitución.

La actitud de Castillo, precipitada y extrema como parece, fue tomada por él para adelantarse al Congreso, que ya había decidido reunirse para discutir una “moción de vacancia” tendiente a destituirlo.

Es ilustrativo que, en tanto que la Constitución peruana requiere del voto de dos tercios de los miembros del Congreso – esto es 130– la decisión tomada haya contado con una mayoría muy holgada de 101 votos, indicativo de un deterioro político que orilló a que incluso los congresistas de la misma filiación política del expresidente votaran en contra de él.

Ese evento repercute en el ámbito de la política y la gestión pública mexicanas, tanto al interior como al exterior, porque es una expresión extrema del sistema de frenos y contrapesos basado en la división de poderes, que en la estructura constitucional mexicana también está previsto, aunque con matices que lo hacen diferente, pues, mientras esas cosas pasaban allá, en México ocurrían otras que, lamentablemente, demuestran que ese sistema, en nuestro país, es letra muerta.

No solo se elaboran las leyes en las oficinas del Poder Ejecutivo, sino que se instruye a los legisladores para que no se les cambie ni una coma, y si se detecta un error o surge la conveniencia de modificar una iniciativa aprobada por una de las cámaras, se “pide” a la otra que la regrese a la de origen para que sea corregida, como acaba de ocurrir con el “Plan B” electoral.

Esa inaudita sumisión, contraria a la esencia del sistema de control de poder, no es nueva, pero si tan extrema y cínicamente exhibida, como regresiva. Si ya se habían avanzado unos pasos en la vía, siempre inconclusa, de la democratización del poder en México, el salto hacia atrás es portentoso y nos lleva a los tiempos premodernos, de corte imperial.

La facultad de declarar la “vacancia” con que cuenta el Congreso de Perú excede con mucho la capacidad del congreso mexicano para exigir, y sancionar, responsabilidades presidenciales, lo que en aras de la estabilidad y mantenimiento del orden es benéfico, pero se vuelve inconveniente en casos de contumacia en el incumplimiento de las normas jurídicas y los deberes cotidianos del quehacer político.

Componer esa deficiencia sistémica sigue siendo una materia pendiente para la democracia nuestra, pero hay cosas que solo el sentido del deber y la madurez cívica pueden aportar, como es el caso de los principios rectores de nuestra política exterior, que ancestralmente han acreditado valía de sobra para regular los equilibrios internacionales y, en el caso, refleja los barruntos inmediatos de la repercusión internacional de la reacción oficial mexicana frente a la circunstancia peruana del momento.

Los tradicionales mandatos de la doctrina Estrada –no intervención y autodeterminación de los pueblos– que son la base del conjunto de los principios normativos que rigen la política exterior mexicana, han sido desacatados, al grado de motivar que se haya convocado al Embajador de México, Pablo Monroy, al Ministerio de Relaciones Exteriores peruano para “transmitirle la extrañeza que han generado… las expresiones del presidente Andrés Manuel López Obrador y del canciller Marcelo Ebrard, respecto a los procesos políticos en el país”, según el comunicado de prensa expedido el viernes, en el que también se subraya que “las expresiones de las autoridades mexicanas constituyen una injerencia en los asuntos internos del Perú”.

Hay en el caso comportamientos políticos análogos, modelos de control esencialmente iguales, aunque con matices y contextos diferenciados ¿Podrán extraerse lecciones útiles?

Ojalá que así sea, siempre que sea para bien, que también para mal se aprende.