Xavier Díez de Urdanivia

Dice un antiguo refrán que no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla. En Coahuila estamos llegando al vencimiento del plazo sexenal gubernativo, mientras que en el país nos acercamos a él, señalado para un año después.

En una circunstancia semejante, hace cinco años escribí en este mismo espacio un comentario que empieza por destacar que los humanos se caracterizan y distinguen de otras especies por contemplar el futuro y, en el mejor de los casos, prepararse para él, en tanto que, en el peor, solo lamentarse mientras se depositan las esperanzas en factores ajenos o en seres iluminados, a quienes se supone capaces de resolver, como por arte de magia, todos los problemas, públicos o privados.

Eso, dije entonces y ratifico hoy, es perceptible con nitidez cada vez que se renueva la designación de los personeros del poder, ocasiones en las que, inexorablemente, se abren incógnitas y renuevan las esperanzas generalizadamente.

Hoy, a pesar de la contumaz presencia del factor incertidumbre en nuestra historia y de su natural existencia, las debilidades y amenazas que aquejan y acosan a la puesta en práctica del estado de derecho en nuestro país, hacen que se incrementen los márgenes de desconcierto.

En una democracia medianamente madura, no importa tanto quién gobierne, porque la estructura de normas, sistemáticamente construida y observada, está diseñada para aportar estabilidad y confianza razonables a la comunidad y los individuos, de casa y del extranjero.

En Coahuila ya se encuentra el ambiente en ebullición y, parece ser el signo de la casa, los “precandidatos” de Morena están ya, los tres, en plena campaña.

Falta más para la sucesión presidencial, pero también es el caso de que tres funcionarios cercanos al Presidente están desatados procurando apoyos, en tanto que su jefe hace notar su predilección por una de entre ellos, aunque, conociéndolo, bien podría ser que lo haga para proteger a su verdadero “caballo negro”, que tal vez sea otro.

En este momento, la incertidumbre preliminar que en el caso federal se dio no ha decaído porque, además de las garrafales pifias políticas, económicas, financieras y de política exterior, el desdén por las normas ha llegado a niveles que ningún sistema político puede aguantar.

Hay sobradas razones, a juicio de serios analistas y académicos, para suponer que ese puede ser el objetivo del régimen, que ha planteado reiteradamente que hay que “mandar al diablo las instituciones”.

Es evidente que la protesta cumplir y hacer cumplir las constituciones –la general y las estatales– y las leyes que de ellas emanen no ha bastado para proporcionar solidez a la perspectiva, porque, antes que el miedo a las sanciones por incumplimiento –riesgo muy menor en el reino de la impunidad– es el honor la garantía de la palabra, y quien de ello carece no se verá compelido a cumplir lo prometido.

Las experiencias vividas enseñan que no puede dejarse al azar la elección del presidente –o el Gobernador, en su caso– esperando, sin ninguna seguridad, que sea una gente honorable y responsable, que anteponga el interés general a los apetitos propios y los sectarios, y se conduzca –decían los romanos– como un “buen padre de familia” y sea así capaz de conducir legítimamente al equipo de trabajo de tal manera que se puedan prever los riesgos y amenazas, conocer las fuerzas y oportunidades, proveyendo lo necesario para contar con condiciones que permitan que la gente pueda vivir con dignidad.

La hora marca un momento de definiciones. No caben los titubeos ni las indecisiones. Si se quiere atisbar el futuro probable y actuar para que ocurra el deseable, habrá que considerar el que ofrecen los candidatos y los partidos que los postulan.

Si los ciudadanos ponderan bien sus antecedentes y su desempeño anterior, podrán diseñar el futuro que se necesita, al margen de las falsedades y engaños que la demagogia prohíja, y sin dejar nada al azar.