Xavier Díez de Urdanivia

La reticencia a volver la cara hacia las ventanas le impide ver lo que pasa afuera; le impide conocer que pasa más allá de sus umbrales, cómo es el mundo.

¿Timidez? Achicamiento, más bien parece ser, a juzgar por el lenguaje corporal: sumido en el asiento, con los hombros encogidos; la mano en el bolsillo y otros gestos indicativos, cuando se reúne con sus homólogos.

Aquellos tiempos en que México fue capaz, por la calidad de su diplomacia, de implantar principios y enarbolarlos en el ámbito internacional se han difuminado entre las brumas del desconcierto.

Dice Arturo Sarukhán, exembajador de México en Washington, que “ni las brújulas sirven cuando no se sabe a dónde se quiere ir”, en referencia a varios episodios que evidenciaron la “la lamentable huella y bancarrota diplomáticas del presidente López Obrador”, tales como la candidatura fallida de Gerardo Esquivel Hernández a la presidencia del BID, las ridícula y diplomáticamente impropia reacción de la Secretaría de Hacienda mexicana con comunicado insólito sobre esa decisión, el discurso del presidente Boric en el Senado mexicano respecto de Nicaragua y los derechos humanos, que pareció un extrañamiento al Gobierno mexicano, omiso en unirse a esa voz y, peor, arropador del régimen nicaragüense.

Tengo que decir que no puede describirse de mejor manera la actitud del gobierno mexicano en la materia, aunque todavía es posible que no es cuestión de confusión, sino que podría ser denegación: es posible que no quiera ir a ningún lado, y que sólo forzado por las circunstancias tenga que atender citatorios de Washington o recibir, a regañadientes, a jefes de Estado visitantes.

Yo más bien creo que es lo segundo y que, si por él fuera, estaría mucho más cómodo como candidato, tomando instalaciones y calles, arropado por esa porción de la comunidad que él llama “pueblo bueno y sabio”, la porción de la sociedad que queda después de discriminar a toda persona que no piense como él o no le rinda tributo a su narcicismo.

La razón, a fin de cuentas, no importa. El caso es que la luz intensa de la añeja diplomacia mexicana se apaga inexorablemente y su custodio actual poco parece hacer para mantener viva la llama. Hay que reconocerle que, cuando menos, persista a pesar por los esfuerzos que, desde todo su derredor, soplan para apagarla.

Mientras tanto, los nuevos líderes latinoamericanos pertenecientes a las corrientes de izquierda (cualquiera que sea el significado del término hoy) buscan un nuevo liderazgo y cada vez más determinados voltean a ver al vivificado Lula, que renació purificado y con nuevos bríos para reivindicar los objetivos y metas “progresistas” que todos dicen buscar y enarbola como bandera.

Hace unos años, la distinción de propósitos entre derechas se fue acortando y la lucha era por adueñarse del centro. En el vaivén dialéctico de la política, en estos tiempos el centro ya queda chico para tantos ocupantes, que ni voltearán a la derecha radical -la única que va quedando- ni se sienten bien con las dictaduras militarizadas.

Son jóvenes políticos, pero maduros y claros. Uno de sus bloques de principios está compuesto por líneas de promoción y protección de los “derechos humanos”, por lo que no podrían apoyar o seguir liderazgos de quienes los atropellan y aun montan en su violación sus estructuras de control y dominación, como Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Las incongruencias de México, el declive de su política exterior y lo errático de su diplomacia, por otra parte, impiden que sea el buque insignia de una alianza que saben estratégicamente necesaria si se quiere que sus pretensiones pesen y sus propósitos se vean coronados por el éxito.

Esa posibilidad tendrá que buscarse en otra parte. México ya no puede ofrecerla, aunque el impedimento fuera, como es deseable, de carácter temporal.