Xavier Díez de Urdanvia

Con los ecos de los lamentos de Pasta de Conchos como telón de fondo, el fantasma de la tragedia de Barroterán se sigue manifestando en la misma Región Carbonífera de Coahuila.

El mismo guión, la misma trama, los mismos oscuros motivos, el mismo doloroso desenlace, como si fuera la misma tragedia, representada de forma recurrente, en la que sólo cambian los nombres de los actores, sobre todo de las víctimas.

Una mina de carbón, muchas veces un pozo muy rústicamente perforado con pretensiones de mina, operando en condiciones de seguridad absolutamente precarias; un colapso, una explosión, un hundimiento, un anegamiento, y al final, un tributo al subsuelo que se cobra con vidas humanas y deja secuelas que perduran, a veces, por varias generaciones: Pérdidas de hombres, daños irreparables, familias golpeadas por el drama, comunidades heridas. Todo lo mismo, hasta la elusiva identidad de los dueños y de los responsables.

En Pasta de Conchos quedó al descubierto una falta de supervisión por parte de las autoridades laborales federales, lo que podría también aducirse en el caso, pero ¿es ésa la verdadera causa?

Es verdad que se trata de una actividad regida por leyes federales, sujeta a la supervisión de las autoridades de ese ámbito en primer lugar, pero también es verdad que, mientras que la actividad respecto del subsuelo lo es, el territorio que lo cubre está en Coahuila, que su Gobierno estatal y sus ayuntamientos tienen deberes y competencias sobre ese nivel del suelo, sobre todo cuando tiene que ver con la vida, salud y seguridad de sus habitantes ¿alguien lo tomó en cuenta en algún momento?

¿Y qué decir, específicamente, del respeto, la protección, promoción y garantía de los derechos humanos? Esos deberes inexcusables abarcan a todos los ámbitos gubernamentales, lo que no es eludible, especialmente cuando es un sello de la casa presumir de una posición de avanzada en la materia, al grado de que es muy frecuente oír y leer que Coahuila, gracias a su gobierno, es un “referente” nacional en ella, y a veces hasta internacional, porque algunos de sus estándares no los tienen siquiera las naciones europeas.

¿Dónde quedaron esos derechos de los mineros y sus familias? ¿Puede decirse que no medió negligencia de nadie en la afectación de ellos?  

Hay algo más, que suele pasarse por alto, pero es imprescindible considerar, porque en este caso, como en otros, hay omisiones que generan, más que ninguna otra causa, los efectos indeseables.

También están involucrados el dueño del terreno, el de la concesión, quienes comercializan el carbón extraído, quienes lo adquieren, etc.

Si todos ellos hubieran cumplido sus deberes de prevención y adoptado las medidas debidas de seguridad e higiene, la desgracia no hubiera ocurrido, ese “hubiera” que, a pesar de retintín que suele oírse, sí existe, porque de él derivan enseñanzas, datos sobre las responsabilidades y los responsables, obligados a reparar o acreedores a las sanciones que procedan.

Es tiempo -lo era hace mucho- de adoptar, en serio, las medidas necesarias para evitar que este tipo de tragedias se sucedan como si fueran normales, gajes del oficio.

Lo primero es dejar de producir satisfactores con métodos decimonónicos e incorporarnos al nuevo milenio sin demora. Si a alguien se le ocurre decir que eso cuesta mucho dinero, invítenlo a que vuelva la vista y mire la cantidad y los montos de las fortunas que la minería del carbón ha producido, y que no pierda de vista otros dispendios -aeroportuarios y ferroviarios, por ejemplo- con fondos que piden un mejor destino.  

Ante la frecuente pregunta “¿qué hacer para que las cosas cambien?”, la respuesta es: Cumplir con los propios deberes, honrando la responsabilidad que nos toca por vivir en comunidad. Así se cambian las malas prácticas y se instauran las virtuosas; se evitan tragedias y cualquier otra anomalía que perturbe la paz, el orden y la justicia. Acerquémonos a esa utopía, se puede.