Xavier Díez de Urdanivia

Recuerdo bien que, en los primeros días de su sexenio, el presidente Salinas declaró que ajustaría todos sus actos a la Constitución, para rematar diciendo -palabras más, palabras menos- que por eso había mandado ya una iniciativa de reformas constitucionales al Congreso de la Unión.

Ese incidente proporcionó material inmejorable para ilustrar lo que NO es, en sustancia, el “estado de derecho”: aquel en el que se gobierna conforme a las leyes previamente establecidas, no conforme a los intereses del gobernante.

Hoy, que desde las sedicentes antípodas políticas e ideológicas se vuelve a oír esa voz, no puede menos que provocar desánimo entre quienes, de buena fe y esperanzados, creyeron que existiría una transformación propicia a la justicia y la democracia con el cambio de Gobierno.

Jano, en estos tiempos, parece haber prescindido de la cara que mira al futuro, para ver nada más a un pasado del que, además, se recogen las prácticas menos propicias para el desarrollo integral del país, de manera más justa y segura, para que sea capaz, en los hechos, de resolver sus graves problemas internos y planear para bien su futuro, pero también de insertarse con dignidad al rejuego mundial de los intercambios sociales, culturales, económicos y de todo tipo.

El desánimo se convierte en preocupación, para esos simpatizantes y para quienes no lo son, cuando se piensa en la posibilidad de que pudiera cambiarse la constitución a capricho, como lo ha advertido el Presidente, con la consabida alusión a “lo que el pueblo decida”, mostrando seguridad en que en las próximas elecciones su partido asegurará, más contundentemente, las mayorías necesaria -tres cuartas partes de los miembros presentes del Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas locales- para hacer las modificaciones que juzgue pertinentes.

Quienes se han manifestado abiertamente por la opción contraria, harían bien en considerar que, para arrebatar el control parlamentario sería necesaria una mayoría claramente configurada y con proyectos compatibles, porque de otra manera verían repetirse lo que ya sucede: mayorías calificadas sería fácilmente alcanzables por la suma de los partidos afines al mayoritario y aun de otros.

Es verdad que hay compromisos internacionales que no podrían quebrantarse sin responsabilidad jurídica y graves consecuencias políticas para México, además de derechos fundamentales que no podrían suprimirse de un plumazo.

Así y todo, el empecinamiento obcecado puede intentar lo imposible y empeñarse en llevar adelante sus pretensiones, por muy cuesta arriba y a contracorriente que pudieran parecer, y es ahí que radica el motivo de preocupación, muy actual, porque a la postre serían, otra vez, los menos afortunados quienes más padecerían si se desatienden la prudencia y la sensatez en el Gobierno.

Una nueva Constitución, en todo caso, no bastaría para satisfacer las apetencias de quien gobierna, porque ya se ha visto que las estructuras jurídicas, lejos de ser vistas como soporte y cauce, le estorban.

La Constitución y las leyes no representan impedimento alguno para llevar a cabo las determinaciones de quien ya un día proclamó, mientras gobernaba la Ciudad de México, que no le importaba la ley, sino la justicia, aquella, por supuesto, ajustada a su perspectiva.

Hay que asumir que el proyecto de quien ha mandado “al diablo las instituciones” es puramente político, y que el derecho le estorba.

Va adelantando en lo suyo a paso firme, mientras el debate cotidiano se ve enredado en los tópicos concretos que de propia voz fija en la agenda de cada día desde sus matutinas conferencias de prensa.

No sé si juegue ajedrez, pero sus movimientos parecen garlitos eficazmente empleados para distraer al contrincante, mientras él sigue en lo suyo, avanzando consistentemente hacia el jaque mate que lo ubicaría, en su propia visión, en los Campos Elíseos donde habitan los ídolos patrios a quienes, según expresa con consistencia, intenta emular.

Que a la postre lo logre o fracase, es cuestión diferente, pero es un hecho que dará la pelea; el país, entretanto, podría quedar devastado.