Xavier Díez de Urdanivia

Ante la emergencia pandémica se dijo que estábamos preparados para enfrentarla, por lo que no había razón para alarmarse y que solo sería una tragedia, dijo el subsecretario López-Gatell, si las cifras de personas fallecidas alcanzaban 60 mil. Puesto que ya se ha rebasado esa cifra hasta llegar a más del doble, según las cifras oficiales (que muchos especialistas cuestionan mientras hacen proyecciones que casi las triplican) ¿es porque fracasó la estrategia, o porque el objeto de la diseñada no era el que suponíamos?

Si de la salud se tratara, es claro que no ha resultado eficaz; si esa variable se sustituye por un objetivo electoral, las cosas comienzan a tener sentido.

Las apariencias inducen a pensar que se distorsionó la perspectiva y se desvío la acción, pues la ocasión ofrecía, para algunos, una buena oportunidad para acelerar el proceso de concentración del poder y reforzar el capital electoral que se había atesorado en las dos décadas anteriores. Solo así sería posible reconocer una estrategia, se entenderían sus tácticas y campañas y se explicaría buena parte de las decisiones tomadas y las acciones desplegadas.

Cabrían también los afanes para mantener el control pleno y exclusivo de la operación, así como del aparato que la llevaría a cabo y se entendería la evidente inadecuación de los perfiles elegidos como actores para atender la emergencia.

La eficaz atención y remedio de la crítica situación sanitaria que atravesamos requería -y requiere- de liderazgo, lealtad para con la comunidad, veracidad, transparencia y, sin duda alguna, capacidad para administrar y resolver la crisis. Las cifras y testimonios son elocuentes y dicen muy claramente que no ha sido ese el caso de la pandemia en México.

De mal en peor había caminado la crisis y hasta parecería que apenas empezaba la cuesta, cuando alguna esperanza apareció en el horizonte al anunciarse la posibilidad de un pronto acceso a la vacunación.

Pronto el gozo se fue al pozo cuando se supo que no solo no serían suficientes las dosis previstas, sino que, al parecer y sin que se haya desmentido la especie, no había siquiera contratos que soportaran su adquisición.

Al caos derivado de la falta de una adecuada logística, de encomendar tareas institucionales a órganos diseñados para otras funciones -como la adquisición de vacunas a la Secretaría de Relaciones Exteriores- había que añadir la miopía de quienes tampoco tuvieron en cuenta los riesgos que la fallida maniobra implicaba inclusive para ese inconfesable y oscuro propósito, si existiera, porque la distracción de medios, instrumentos y recursos iba a causar, a fin de cuentas, descontento e irritación, como ha sucedido.

El afán concentrador no solo pasó por alto al Consejo de Salubridad General y otras instituciones previstas para estos casos, sino que, además, desplazó a los gobiernos estatales y a todo el altamente desarrollado sistema privado de salud, encomendando a servidores de la nación -un engendro de claros visos electorales- y al Ejército -una vez más- la tarea de llevar a cabo la que de repente se volvió fallida campaña de vacunación.

La cereza del pastel en la cúspide del caos y el desconcierto se presentó durante los últimos días de la semana: mientras la secretaria de Gobernación negaba rotundamente el acceso de los gobiernos estatales al proceso de vacunación y el subsecretario López-Gatell se afanaba en explicar, fallidamente, que esa participación no cabía porque la campaña era “nacional”, el Presidente, posiblemente consciente del riesgo que para su proyecto político representaba el consecuente enojo popular, rectificaba y decía que siempre sí podrían hacerlo, aunque a juicio de la llamada Alianza Federalista, que había pugnado por tal apertura, fuera tardíamente.

Ojalá que no lo sea demasiado y que pronto se inicie el camino de las soluciones que las circunstancias exigen, porque si no es así y la estrategia no se rectifica para servir al objetivo legítimo que al caso corresponde, el daño podría ser irreparable aun en el largo plazo.