Xavier Díez de Urdanivia

Esta semana ocurrieron algunos sucesos, inconexos aparentemente, pero que en el fondo bien podrían encontrar un punto de convergencia en el horizonte electoral del año que viene: la extradición de Emilio Lozoya, la designación de los nuevos consejeros del INE, el regreso de los empresarios al Palacio Nacional y el anuncio de los cambios en el sistema pensionario.

En un contexto en el que, tras los desatinos en la manera de enfrentar la acometida de la pandemia y aquellos que habían ya comenzado un serio deterioro económico que con aquellas se vieron agravados, se produjo el descenso en los índices de aprobación popular de la otrora notablemente apoyada gestión presidencial. En esas condiciones, resultaría muy conveniente un golpe de mano que detuviera la caída y aún impulsara un rebote de recuperación.

Dar la impresión de que combatir a la “corrupción” era un propósito que iba en serio y, más aún, dar muestras de llevar a cabo ese combate, abonaría al deseo popular de desagravio y castigo por las trapacerías cometidas.

Eso, además, proveería armas y pretextos para enderezar las baterías jurídicas hacia el horizonte de los enemigos políticos para disuadirlos de hacer alianzas o coaliciones que amenazaran la hegemonía parlamentaria lograda en el 2018, como se había dicho ya que convenía hacer.

Falta por ver si los delitos imputados al extraditado no están ya prescritos, si no son graves, si cuenta con amparos definitivos en su favor, si las características del procedimiento en su caso se ajustan a las normas constitucionales o están viciadas, como en el caso Cassez, por la doctrina del “fruto envenenado”, pero todo eso se vuelve irrelevante a la hora de evaluar el potencial impacto político del arsenal propagandístico que, en el horizonte electoral, ofrece el episodio.

Por otra parte, una fuente severa de tensión, que había provocado una ruptura drástica y aparentemente definitiva con el sector empresarial, fue la que se configuró con el distanciamiento con el poder económico de este país, que casi provoca la salida de Alfonso Romo del gabinete y que había alentado movimientos riesgosos provenientes de fuentes ubicadas en tal sector. Había que neutralizar esas amenazas y, sin duda, el acercamiento que propició el regreso a Palacio de su conspicuo representante, Carlos Salazar, obedece a ese propósito. 

En este último caso, además, tuvo lugar un bálsamo en la desesperanza del muy aporreado tema de las pensiones -actuales y potenciales- que por muy correctamente actuariales y financieras que hubieran sido, propiciaban condiciones de vida míseras para los jubilados. Mejorar el panorama, con la participación patronal y sin afectar al trabajador, en un clima de aprobación y aplauso generalizado, incuestionablemente aportan a los bonos políticos de quien gobierna.

He dejado para el final el muy álgido tema de la designación de los consejeros del INE porque, tras los negros nubarrones que empañaban el horizonte y sus amenazantes rayos y centellas, la tormenta política que se avizoraba se convirtió de pronto en un consenso que derivó en un acuerdo tan generalizado que casi podría decirse que la designación fue por aclamación.

¿Qué pasó? No lo sé de fijo, pero no se puede entender fuera del contexto anterior y sin una ardua, eficaz y muy discreta negociación política llevada a cabo tras bambalinas, en la que los términos del “quid pro quo” no acaban de quedar claros, pero que tienen que ver con la necesidad de diluir las confrontaciones, por un lado, y dar la impresión de que es factible, cuando hay empeño, llegar a coincidencias por la vía del diálogo y la civilidad democrática, aún en aspectos tan delicados y peliagudos como fue el mencionado y han sido todos los relativos al INE.

Buena semana en cuanto al “balance proforma” que el resultado de lo referido ofrece al gobernante, aunque habrá que ver la reacción de los adversarios irreductibles -que perviven- y la consistencia de los acontecimientos y acuerdos anunciados.

En todo caso, lo que vemos son escaramuzas iniciales.