Salvador Hernández Vélez

Mi papá, Jesús Hernández Cuevas, nació el 28 de julio de 1928 y murió en el 2015. El día que se despidió de este mundo, se levantó, se bañó y se rasuró, preparó la muestra para sus exámenes renales y de próstata, se puso guapo. Luego fue a tocar la puerta de la recámara de mis hermanas, les avisó que estaba listo para que lo llevaran al laboratorio de análisis clínicos. Le contestaron que en unos minutos estarían listas para llevarlo. Él, les dijo que las esperaba en su recámara. A los pocos minutos que fueron, lo encontraron en su cama, ya sin vida. Murió de un infarto según el médico que lo atendió. Tenía 87 años. Y a esa edad seguía siendo independiente para hacer sus actividades locomotoras y mentales, con algunas dificultades en sus piernas, pero no requería de ayuda de otra persona.

Murió sin haber estado hospitalizado, con las molestias y los dolores de la edad, pero los administraba y superaba día a día. Como a los 82 años se fue a vivir con sus hijas a Torreón, porque se asustó con un problema de vesícula. En ese tiempo vivía sólo en Viesca, ya era viudo. Soportó el dolor toda la noche, hasta que en la mañana temprano llegó la persona que le ayudaba en la casa, Alfredo Perales. Le expresó por la ventana un “buenos días, ¿cómo amaneció?”. Fue una bendición para mi papá, pues su dolor era insoportable. Alfredo de inmediato lo trasladó a la pequeña clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), el médico de guardia le diagnosticó el problema y solicitó la ambulancia para trasladarlo al IMSS en Torreón. Lo operaron de urgencia.

Cuando se recuperó, decidió ya no seguir viviendo solo. Se quedó a vivir con mis hermanas en Torreón. Hasta ese momento, él trabajaba en el ejido Tomás Garrido de Viesca. Con un pequeño grupo de ejidatarios y avecindados, hicieron los caminos de acceso al ejido. Construyeron en los arroyos los primeros gaviones con llantas y piedras, los amarraron con alambrón para cosechar agua y recuperar terreno. Estas obras, ayudan a evitar la erosión sobre el terreno, que de por sí es muy pobre en materia orgánica, y a recargar los acuíferos, lo poco que llueve se aprovecha con estas obras de infraestructura. Esta tierra está expuesta a muy altas temperaturas y a fuertes vientos. Así es la Región Lagunera.

Mi papá toda su vida trabajó. Primero con su tío político Juan Marsal, en el rancho ovejero que poseía en los llanos de Durango. Luego con su papá Enrique Hernández, que se dedicaba a labores agrícolas de temporal y “al mal de piedra”, así decía mi mamá porque mi abuelo también se dedicó a la minería, con sus hermanos y sus hijos. Y siempre andaban buscando vetas. Mi papá después trabajó con otros mineros, que explotaban pequeñas minas en la sierra de Jimulco, en particular en la mina de Otto, Coahuila. Con el señor José Guerrero.

Luego de que nos trasladamos de Acacio, Durango, a Torreón, Coahuila, para que sus hijos pudiéramos estudiar una carrera, que esa era la decisión de mi mamá, mi papá se trasladó a trabajar en la planta de Cementos Mexicanos. Ahí consiguió empleo de chofer. En esa fábrica cementera trabajó hasta la edad de 65 años. Las más de dos décadas que laboró en ese centro de trabajo, nunca faltó, ni cuando se enfermaba de alguna gripa. Para mi papá sólo había dos tipos de personas, a las que les gusta trabajar y a las que no. Las que para él eran trabajadoras le merecían todo su respeto y reconocimiento y no comulgaba con los que ponían algún tipo de pretexto para trabajar.

El día que lo jubilaron, por política de la empresa, en la fábrica de Cementos Mexicanos, a la siguiente semana ya había conseguido trabajo de jardinero y daba mantenimiento eléctrico, de plomería y de más que requirieran las casas habitación de la colonia Torreón Jardín, de Torreón, Coahuila, donde lo ocupaban. No concebía dejar de trabajar. Decía que no había nacido para jubilarse, y agregaba, ni para flojear. Para él, trabajar era un vicio.

Cuando en el 2002 nos hicimos ejidatarios, se fue a trabajar al ejido. Disfrutaba el monte, decía que el sólo caminar una horas le daba vida y energía. Con él caminamos muchos senderos en esas sierras pelonas, de vegetación semidesértica. En algunas ocasiones caminamos hasta diez horas con él, no se cansaba, o no lo demostraba. Ya casi llegaba a las ocho décadas en las últimas caminatas que lo acompañamos. Era incansable.

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