Salvador Hernández Vélez

Don Gustavo Aguirre Benavides, fue un estudioso de la flora y la fauna de las zonas semiáridas mexicanas. Él nos ubica con mucha precisión la situación de estas regiones del País. En sus palabras, más de la mitad de nuestro inmenso territorio es estéril o aleatorio en la producción de elementos de origen vegetal esenciales para la vida humana, fundamentalmente por razón de la escasez del elemento primordial: el agua. Por lo que esto nos debe obligar a buscar nuevos derroteros en la explotación de las tierras semiáridas, que se traduzcan en la obtención de nuevos productos de la gran variedad de especies vegetales, que óptimamente fructifican en regiones donde con un mínimo de humedad y extremas temperaturas, prosperan dando grandes beneficios al hombre, pero que hasta ahora las zonas áridas, como decía Don Gustavo, “han pasado inadvertidas por abulia o negligencia no las han querido utilizar”.

Costaría mucho intentar privarnos de la potencialidad de las zonas áridas, pues sería disparatado negar que esa naturaleza existe biológicamente, porque su flora y fauna son vitales para el ser humano. El aprovechamiento de las zonas áridas y semiáridas de nuestro país, hasta ahora se ha reducido a las fibras de agaves, yucas, cera de candelilla, (Euphorbia antisyphilitica), hule de guayule (Parthenium argentatum) y nada más. Las zonas semiáridas son algo más del 33 por ciento, en números redondos 650 mil kilómetros cuadrados, en el territorio nacional. Es en estas regiones donde las cosechas son cruelmente aleatorias, escasas o nulas y  rara vez, abundantes.

La zona en que se encuentra enclavada el área de explotación ixtlera y en gran parte también la de candelilla, concurre en grandes porciones en los estados de San Luis Potosí, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Zacatecas. La producción agrícola, forestal y ganadera, en estas zonas, no está regida primordialmente por la naturaleza del suelo sino esencialmente por la carencia de agua.

Nuestras zonas áridas con su abundante y variada flora, de la que muchas especies pueden brindarnos óptimos beneficios debemos conquistarlas a la mayor premura, aprovechando los jardines etnobiológicos, apoyándonos con los mismos elementos que ellas nos proporcionan; esta naturaleza por más objetiva, nos está señalando el camino a seguir. Si en nuestras zonas áridas, lloviese en invierno y primavera y las temperaturas máximas de verano fuesen gratas al confort humano y adecuadas al cultivo de los clásicos frutales y hortalizas, la candelilla no produciría cera, el tallo se tornaría verde alcanzando alturas inusitadas; el mismo fenómeno se observaría en todos los demás vegetales propios de nuestra ecología. Las fibras duras de las yucas y los agaves proporcionarían celulosa de calidad inferior, el guayule no tendría razón fisiológica para metabolizar más goma en defensa de su clorovaporización, ni tampoco las productoras de proteínas esenciales como la flor del huizache, y como fenómeno digno de mencionarse: muchas plantas xérofilas –las que viven en climas secos como la gobernadora y el guayule– secretan de sus raíces substancias tóxicas que inhiben la vida de otros vegetales que pudieran hacerles competencia en su lucha alimenticia por las sales minerales que proporciona el suelo. Por ello es importante conocer íntimamente la naturaleza en que viven, su agronomía tan peculiar a fin de incorporarla a la categoría de un cultivo técnico y racional. La investigación, debe llevar a saber con precisión el suelo y clima en que habitan, y conocer los componentes activos de esas plantas. Aquí es donde entran en juego los jardines etnobiológicos.

Para el biólogo Hesiquio Benítez, director general de Cooperación Internacional e Implementación de la Conabio, los jardines etnobiológicos son “lugares de paz y tranquilidad, espacios hermosos que ayudan a la reflexión”, y agrega “históricamente, han sido fundamentales para documentar el conocimiento in vivo”, según lo declaró a Este País.

Un jardín etnobiológico es también una especie de catálogo. Se encarga además de investigar y adquirir nuevo conocimiento, y de recopilar el conocimiento que se ha generado por miles de años del uso de las plantas. Por otra parte, contribuye a la conservación de especies y de las plantas extintas en el medio silvestre.

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