Alfredo Acle Tomasini

La responsabilidad del jefe del Ejecutivo respecto al patrimonio público, entendido este en su acepción más amplia posible, no inicia a partir del diseño y gestión de los presupuestos que le corresponda administrar, sino que abarca también los recursos humanos, materiales, financieros y tecnológicos que a través de los años y previamente a su mandato, se formaron, adquirieron o acumularon con los impuestos de los contribuyentes.

Desafortunadamente, la forma como se da seguimiento a las finanzas públicas en México pone el énfasis en los flujos, no en los acervos. Nos conformamos con saber cuánto se recaudó y gastó en el año para determinar, según sea el caso, si hubo déficit o superávit presupuestal. Así, desde una óptica muy estrecha, este saldo sirve para calificar la supuesta responsabilidad fiscal del gobierno en turno.

Sin embargo, aun cuando bajo está lógica el gobierno pudiera, en apariencia, estar actuando dentro de una disciplina financiera, en paralelo podría también tomar decisiones que representen una pérdida importante del patrimonio público. Esto último nos debería importar tanto como lo que ocurre con el presupuesto del año en curso, porque significa tirar a la basura recursos que los contribuyentes aportaron en ejercicios anteriores.

La cancelación del proyecto del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México y de las estancias infantiles, el cierre de PROMÉXICO y la terminación del Seguro Popular representan una pérdida brutal para el patrimonio público que bien puede sumar varios miles de millones de dólares. A este quebranto financiero habría que añadir otros conceptos que, aun siendo más difíciles de cuantificar, harían el saldo todavía más negativo. Por ejemplo, los esfuerzos que costó imaginar esas iniciativas y ponerlas en marcha, las lecciones que se aprendieron desde que iniciaron operaciones, la formación de recursos humanos a los que se echó a la calle y, finalmente, los daños y perjuicios que dichas decisiones causaron en terceros como proveedores, contratistas y usuarios.

Cualquiera que haya tenido la oportunidad de administrar una organización o una empresa, y más si la creó de la nada, sabe que hacerlo es una carrera de obstáculos con la pendiente en contra. ¿Cuánto talento, esfuerzo y recursos tomó crear el Seguro Popular desde su conceptualización, diseño y puesta en marcha hasta el momento que se decidió ponerle fin? Todo esto, aunque no se registre contablemente, ha terminado en la basura.

Cuando una empresa destruye un activo que no ha sido amortizado tiene que restarlo de su capital porque implica una pérdida patrimonial. Pero los gobiernos no tienen un balance financiero, ni un estado de pérdidas y ganancias. Todo se resume al flujo de efectivo: cuánto se cobra y pide prestado y cuánto se gasta.

Qué López Obrador haya decidido tirar miles de millones de dólares al caño, qué ese dinero nos haya costado a todos, qué muchos de los perjudicados tuvieron costos y sufrieron daños, incluso en sus personas o en las de sus seres queridos; no importa. Nuestra ceguera o lo ajustado de las viseras que como burros llevamos, nos impiden apreciar la magnitud del perjuicio causado al patrimonio público. De manera equivocada asumimos que las mermas a este son inocuas porque fueron recursos gastados y contabilizados en ejercicios anteriores. Argumento que, desde luego, jamás utilizaríamos en caso de perder nuestros propios bienes, aunque los hayamos adquirido muchos años atrás.

Por otro lado, la actividad del gobierno crea valor e incide en el Producto Interno Bruto. Desaparecer programas y entidades públicas implica destruir valor y dejar de sumarlo a la producción nacional. Es dable pensar que este ha sido, entre otros, uno los factores que ha influido para hacer nulo, sino es que negativo, el crecimiento económico. Más aún, si consideramos los efectos directos e indirectos que en la demanda agregada ha tenido la reducción de la remuneración de los servidores públicos o su despido.

Cierto que los sucesivos gobiernos deben hacer modificaciones a la estructura y al funcionamiento de la administración pública, porque esta es el medio a través del cual las políticas públicas y los planes de gobierno se diseñan, ejecutan y evalúan. Pero justo porque esto implica afectar bienes y recursos públicos, aunque se hayan financiado con fondos de presupuestos pasados, estos ajustes y las innovaciones deben hacerse de manera fundada, planeada y ejecutarse en forma eficiente. Absurdo y sobre todo desconsiderado para los usuarios, que no se haya previsto un período de transición para pasar del Seguro Popular al INSABI.

A punto de entrar en el tercer decenio del Siglo XXI, México dispone de una plantilla de profesionistas en todos los ámbitos del conocimiento con la que jamás había contado. Sin embargo, el actual presidente de la República no toma decisiones basado en “tecnicismos y numeritos”. Por eso, pese a la disponibilidad de ese vasto capital humano que se formó para abrir brecha e impulsar el desarrollo del País, decisiones como la cancelación del NAICM, la construcción del aeropuerto de Santa Lucía, de la refinería de Dos Bocas y del Tren Maya, la terminación del Seguro Popular, la puesta en marcha del INSABI y el establecimiento de miles de sucursales bancarias se han tomado sobre las rodillas, sin ningún estudio serio y público que los avale. La intuición y el voluntarismo presidencial suplen a la ciencia, el conocimiento y la experiencia.

Hundimiento

Presenciar el espectáculo de la improvisación que pone sobre la mesa del azar el presente y futuro del País, resulta frustrante y deprimente porque sabemos que México tiene los recursos y los medios para hacerlo mejor y porque no olvidamos las consecuencias de la irresponsabilidad de quienes creyéndose infalibles, dejaron hundida a la Nación en el pantano de sus mentiras y sueños de grandeza. Esto es lo que ahora inspira el temor y la desconfianza que no se cura con reuniones en Palacio, ni con discursos grandilocuentes.

Cuando López Obrador dice que “gobernar no tiene ciencia”, evidencia su desprecio por el buen hacer y por una disciplina de trabajo que debe estar presente en todo administrador público. Pero, también exhibe la visión patrimonialista que tiene de la presidencia de la República. Él se asume como dueño del patrimonio público y del presupuesto, no como su temporal gestor que como tal está obligado a hacerlo de manera profesional. Presume de honesto y austero, pero lo que el País ha perdido y perderá por las decisiones que ha tomado, equivale a un derroche que supera en mucho el botín de varias generaciones de pillos que hicieron del gobierno la fuente de su riqueza personal. La ineptitud es tanto o más cara que la corrupción.

El primer contrapeso de un presidente debe estar en su propio equipo. Ahí debería encontrarse la primera línea de leales opositores. Pero esto requeriría un estatura profesional y moral que no existe en el actual gabinete. El bajo perfil de sus miembros es deliberado porque están ahí para obedecer, seguir instrucciones y bajar la cabeza. El hecho de haber pasado de puestos diminutos a cargos de enorme importancia los lleva a demostrar una disciplina absoluta hacia quien les hizo el favor de impulsarlos para dar un salto abismal en sus sendas carreras, poniéndolos al frente de responsabilidades mayúsculas pese a no tener la experiencia, el talento y los conocimientos para desempeñarlas. Carencias que más temprano que tarde se traducen en lentas curvas de aprendizaje, improvisación y decisiones equivocadas. Basta recordar el costo del desabasto de gasolina y medicinas. Por eso aceptan sin chistar el regateo de sus funciones con otros secretarios, que un día aparezcan en primera línea y otro los pongan tras bambalinas pese a que se traten asuntos de su responsabilidad, que sus subordinados acuerden con el presidente. Al líder obediencia ciega y más cuando se le teme.

Durante el último año, en el tablero nacional muchos focos amarillos están ahora en rojo y algunos verdes hoy lucen el color ámbar. Si un médico nos advirtiera que no toma decisiones con base en tecnicismos y numeritos, o que practicar la medicina no tiene ciencia, jamás nos dejaríamos operar por él. Despreciar el buen hacer termina irremediablemente en un mal quehacer.