Gerardo Moscoso Caamaño

1968 no debe ser un inseparable recuerdo, o una complaciente efeméride.

Ahora a cincuenta años todavía quedan muchos motivos por los que luchar, aún hay que seguir gritando, oponiéndose y blasfemando. No comprendo, por poner un ejemplo, la actitud inhumana que se tiene por un segmento de una gran parte de la población sobre el asunto de la violencia, de tantas y tantas masacres en las dos últimas décadas; no puedo entender, digo, todavía, como se ha guardado un cómplice silencio por parte de las autoridades políticas, religiosas y civiles de nuestro país unidos todos en una sola y potente voz ante los abusos que se hacen contra cualquier etnia de emigrantes y, mucho menos entiendo y puedo pasar por alto y sin denunciar, la separación de esos niños enjaulados como en los campos de exterminio nazis de la Alemania de Hitler.

No olvidemos que durante las grandes guerras del pasado Siglo XX, América Latina y los Estados Unidos, abrieron sus brazos para acoger a los refugiados que huían del horror fascista en Europa. Todavía me mueve el espíritu internacionalista que junto a muchos jóvenes de mi generación sacudió a otros países en la lucha por las libertades fundamentales, la autodeterminación de los pueblos, la liberación femenina y homosexual y, dentro de ello, la incuestionable igualdad social. ¿De qué sirve pues la experiencia, la inteligencia, el talento, la solidaridad y el conocimiento si no se construye una sociedad más justa, equitativa y sin las asimetrías sociales que nos rebasan? En México, país de grandes contrastes que a pesar del parte aguas que fueron los acontecimientos traumáticos que ocurrieron durante 1968, se continúa profundizando la vergonzosa brecha entre los de arriba y los de abajo. Seguir alzando la voz para que la democracia no sea un mal menor, una simulación o una farsa, y que desde la trinchera en donde nos toca luchar, llamemos a las cosas por su nombre, sacudiendo conciencias y proponiendo verdadera ciudadanía, ser críticos rompiendo nuestra propia zona de comodidad, porque como se dice en la filantrópica hermandad de los constructores de las civilizaciones:

“El que no vive para servir, no sirve para vivir”.

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