Iván Garza García

“Cualquier cosa es mejor que estar en Haití”, se escuchó decir a uno de los miles de migrantes que han protagonizado el último gran éxodo hacia los feudos del Tío Sam en la búsqueda del llamado sueño americano. No solo se trata del territorio con mayor rezago social de Latinoamérica en el que 60 por ciento de la población vive en situación de pobreza; las referida isla caribeña es además el epicentro de una de las más profundas crisis políticas actuales. El homicidio del presidente de aquel país, Jovenel  Moïse, perpetrado apenas el pasado mes de julio, ha dejado más dudas que respuestas; a la fecha, se desconocen los motivos del atentado y las investigaciones no han logrado conducir al paradero de los responsables. Adicionalmente, a raíz de la llegada del COVID – 19, la economía haitiana se desplomó ante la pérdida del 3.7 por ciento del PIB, al tiempo que su moneda sufrió una depreciación cercana al 30 por ciento. En materia educativa, el escenario no es distinto. La mayoría de las instituciones de enseñanza son privadas lo que dificulta el acceso a la educación; de hecho, la UNICEF ha concluido que al menos 200 mil niños originarios de aquellos lares no acuden a la escuela. Por si lo anterior fuera poco, el Banco Mundial ha estimado que el 90 por ciento de la población de la isla se encuentra bajo la amenaza de desastres naturales; es decir, debido a su ubicación geográfica, los lugareños son víctimas recurrentes de los estragos que dejan a su paso los huracanes, tormentas tropicales, lluvias torrenciales y hasta terremotos.

Ante las terribles circunstancias en prácticamente todos los ámbitos, no es gratuito que decenas de miles de haitianos hayan decidido atravesar el continente teniendo como destino los Estados Unidos. Ya desde el devastador terremoto del 12 de enero de 2010, los isleños iniciaron una migración escalonada hacia Sudamérica, principalmente a Brasil en donde la mano de obra era requerida en la construcción de la infraestructura para la celebración del Mundial de Futbol en 2014 y los Juegos Olímpicos en 2016; sin embargo, el fenómeno suscitado a últimos días no tiene precedentes.  

El fin de semana pasado, las autoridades contabilizaron más de 13 mil migrantes (principalmente de origen haitiano) establecidos en un improvisado campamento a las orillas del Río Bravo, entre el municipio coahuilense de Ciudad Acuña y Del Río, en el estado de Texas. Los embates de la Patrulla Fronteriza se mostraron con ferocidad; montados a caballo cual emblemáticos rangers, los agentes norteamericanos hicieron gala de violencia para detener a los caribeños en su intento por adentrarse en territorio gringo. Las deportaciones masivas tampoco se hicieron esperar; en vuelos que recorrieron de San Antonio a Puerto Príncipe, quienes soñaban con una mejor vida tuvieron que conformarse con regresar a su país sin lograr el propósito. Al respecto, Giovanni Lepri, recién ungido representante de ACNUR en México, señaló que la repatriación de haitianos no parece ser la solución, dadas las condiciones “muy delicadas” que se viven en aquel sitio; sin embargo, su dicho, no ha hecho eco en los oídos de la comunidad internacional.

El arribo de Joe Biden a la Casa Blanca y una retórica más amistosa hacia los hermanos centroamericanos produjo la expectativa de cierta permeabilidad en las fronteras del norte, lo que detonó un mayor flujo migratorio. Por su parte, en México (paso obligado) la política migratoria ante los más recientes fenómenos ha sido errática, por decir lo menos. Mientras que las solicitudes de refugio se procesan con la velocidad que imprimía a su trabajo el perezoso Flash de la película Zootopia, los operativos de detención a migrantes en los que existen presuntas violaciones a los Derechos Humanos, continúan reportándose con frecuencia.

Aquí en confianza, en octubre del 2018, el entonces presidente electo de los mexicanos aseguraba que la migración no debe  enfrentarse con el uso de la fuerza y prometió: “a los hermanos migrantes centroamericanos se les dará trabajo y tendrán protección en su camino a los Estados Unidos”. Años más tarde (tres doritos después) el Secretario de la Defensa Nacional declaró que los operativos en la frontera sur “tienen como principal objetivo detener toda la migración” (ósea, precisamente mediante el uso de la fuerza). Además, el gobierno federal ha recortado como nunca antes los presupuestos de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR)  y del Instituto Nacional de Migración, al tiempo que ha desaparecido programas de apoyo y atención a migrantes, lo que – a decir de especialistas – pone en riesgo la protección de sus derechos. Bien reza el dicho popular: “prometer no empobrece”; ahí se los dejo para la reflexión.