Fernando de las Fuentes
Vamos enmascarados en la vida para ocultar nuestras heridas abiertas, el dolor que sentimos y el miedo a ser lastimados de nuevo. Todos, sin excepción.

Nos defendemos huyendo o atacando, conductas que creemos nos mantendrán a salvo; sin embargo, son lo más revelador de la herida para el buen observador.

Afortunadamente, quien puede ver nuestra herida con claridad es, por lo regular, gente que nos puede ayudar porque ha pasado por lo mismo. De-safortunadamente son los menos.
Los más tienen el tino de echarle sal. Su actuar dañino es por lo general aprendido o intuitivo. Están igualmente dañados y no han sanado; reparten dolor y resentimiento para desquitarse con otros. O sea, los clásicos que no buscan quién se las hizo, sino quién se las pague.

Por último, estamos nosotros ante nosotros mismos, tratando de ocultarnos la herida, para no sentir dolor, pero terminamos ahondándola, e incluso nos la rascamos para ser buenas víctimas, las mejores. El mundo está lleno de víctimas porque las personas viven rascándose las heridas y poniéndose en situaciones en que los otros confirmarán que las merecen.

El primer paso para sanarlas es reconocerlas, lo que podemos hacer a través de las máscaras que las ocultan. Si las vemos en los demás, también son nuestras. Lo que te choca te checa. Veamos, por ejemplo, la herida más fuerte: el rechazo, que nos hace dudar hasta de nuestro derecho a existir. Sus máscaras son “el misterioso(a)” o “don perfecto(a)”.
El rechazo inicial proviene, por supuesto, de nuestros padres. Nos marca más el progenitor del mismo sexo, porque es el que nos da identidad.

Ser rechazado no es únicamente ser alejado o abiertamente despreciado, implica también ser descalificado, invalidado o nulificado en nuestras opiniones y/o acciones.

Es decir, todos fuimos rechazados en nuestra infancia de una u otra manera, con mayor o menor frecuencia y con más o menos dureza, con gritos o silencios; presencias exigentes o ausencias inexplicables; encierros, chancletazos o cinturonazos, incluso con burlas o con maneras suaves, pero palabras devastadoras.

La combinación de los diversos factores mencionados es lo que hace más o menos profunda la herida y define la forma en que la enmascararemos. Los silencios, los golpes, las presencias exigentes y las burlas hacen a la gente huidiza; por tanto, se enmascarará como “misterioso(a)”, el o la que nunca se compromete, no se deja conocer, no se queda todo el tiempo en una reunión, escucha mucho o lo aparenta, pero no revela nada de sí misma. Está, pero no está, siempre tiene algo que hacer en otro lugar y, en muchas ocasiones, nadie sabe a qué hora se fue. No se interrelaciona profundamente ni con su familia. En el extremo, los sicópatas pertenecen a este grupo.

Los gritos, los encierros (por paradoja), las ausencias inexplicables y las maneras suaves, pero con palabras devastadoras (sarcasmos y descalificaciones como “tú no entiendes”, “no seas tonto”, “inútil”, “no seas dejado”, “no te metas”, “cállate”, etc., etc., hacen a la gente demandante de atención y, por tanto, del reconocimiento del cual esta debe ser vehículo.

Estos usarán la máscara de don perfecto. No solo tenderán a no admitir sus errores, sino que hablarán constantemente de sí mismos. No les interesará oír las historias ajenas y llevarán la conversación hacia las propias cada vez que tengan oportunidad, incluso de manera forzada. Contarán sus hazañas, percepciones, vivencias y formas de pensar y reaccionar como las correctas. Las relatarán una y otra vez para reafirmarse a sí mismos, siempre ante una audiencia, aunque sea de uno. En el extremo, los mitómanos pertenecen a este grupo.

Para sanar esta o cualquier otra herida, nada mejor que perdonar, cuando se esté listo, porque es un proceso, no un suceso. El resentimiento es el peor veneno: lento y destructivo como ninguno. Cuando no perdonamos, envenenamos inevitablemente a los demás, como hicieron con nosotros.