Fernando de las Fuentes

Antes de que pueda haber plenitud, debe haber vacío
Aiden Wilson Tozer

Diversas encuestas de universidades estadunidenses, entre ellas Harvard, Stanford y Princeton, han demostrado que, intelectualmente, la mayoría de la gente discierne entre felicidad y autorrealización, da preferencia a esta última, sabe de la natural fugacidad de la primera y tiene perfectamente claro que ninguna de las dos depende del dinero.

Pero emocionalmente, el panorama se vuelve, más que confuso, caótico en muchos casos: seguimos impulsados y manejados por nuestras emociones porque no las gestionamos; no lo hacemos porque no sabemos cómo; y así, vivimos creyendo que venimos al mundo a ser felices, que el dinero, el poder y el estatus social son un camino privilegiado para ello, que estar completamente libres de dolor, miedo, incluso cualquier tipo de perturbación emocional, y de la hoy tan satanizada negatividad, es el equivalente a la felicidad y que, por tanto, esta es más importante que la autorrealización, que en todo caso es de naturaleza incierta, por estar compuesta en su mayor parte de expectativas inalcanzables.

Esta es la gran incongruencia del ser humano: piensa una cosa, socialmente “correcta”, y cree que la cree, pero en realidad cree otra cosa y, en consecuencia, la actúa, lo cual produce un estado mental angustioso conocido como disonancia cognitiva, origen de diversos problemas emocionales, como pérdida de la autoestima, culpa, vergüenza, sentimiento de inadecuación y una diversidad de miedos. Aquello que intelija y diga a partir de esta ruptura interna, estará dirigido a “parcharla”, para hacer como que no está. Por eso sufrimos tanto.

Ahora imagínese el escenario opuesto: usted conoce con claridad lo que siente, bueno y malo, sabe nombrarlo, describirlo y vivirlo sin miedo, vergüenza o culpa; sabe por tanto quién es, qué quiere, qué le apasiona y lo que le impulsa en la vida; en consecuencia, puede controlarse cuando sus emociones le juegan una mala pasada; pero también sabe, no solo aprovechar, sino generar aquellas otras que lo hacen sentir optimista, alegre, agradecido, entusiasmado, seguro de sí mismo, dándole la certeza de poder enfrentarse con aplomo a circunstancias poco favorables, de las que saldrá con mayor fortaleza y sabiduría.

Este es el estado mental que proviene de la congruencia, es decir, de que usted realmente crea lo que piensa y dice que cree. Es producto de un proceso de aprendizaje que comienza por desaprender, vaciándose internamente de lastres como el “deber ser”, necesidades y obligaciones de complacer, heridas de infancia, conductas compensatorias, normas familiares limitantes, hábitos dañinos y, muy importante, atractivos mitos, como el de que es posible vivir sin miedo y, para ello, hay que alcanzar la felicidad para no soltarla.

No es una tarea fácil, pero tampoco cosa de toda una vida. Cada quien la culmina cuando tiene que hacerlo; algunos nunca. Y solo es el principio, pero ¿de qué?: de una vida privilegiada, aquella en que obedecemos la voz del corazón y, por tanto, de nuestra naturaleza personal, y realizamos lo que auténticamente somos. El resultado no puede ser otro que la “completitud”, es decir, la tan llevada y traída plenitud. Únicamente desde ahí podemos ser útiles y constructivos para nuestros semejantes. La carencia nos vuelve parásitos emocionales. Desafortunadamente, es la condición imperante en el ser humano a estas alturas de su evolución.

Si concebimos la felicidad como una forma de sentirse, necesariamente va y viene; si la vemos como un estado del ser en el que han desaparecido las perturbaciones emocionales, es una utopía, y aun así creemos, desde la carencia, que podremos alcanzarla y conservarla perennemente; por tanto, lo que realmente nos guía es el miedo a no lograrlo.

Si nos vaciamos del deber ser y nos llenamos de lo que sí es, para vivir con plenitud, fluiremos con los altibajos de la vida, de manera que estaremos del lado de las soluciones, no del problema.

Para comenzar el proceso de vaciado… lea el próximo artículo.