Fernando de las Fuentes

¡Haz algo! -dice la angustia.

-¡Rápido, rápido, rápido, que no puedo esperar! -apura la ansiedad.

Estas son las voces interiores que hoy en día predominan en la mayoría de nosotros, sin que nos enteremos. Se trata de una de las combinaciones emocionales más perversas y dañinas: ansiedad con angustia, y son tanto causa como efecto de la “cultura de la inmediatez” que nació, creció y se reprodujo con internet.

Entre otros maestros espirituales, coinciden el mexicano Miguel Ruiz y el estadunidense Guy Finley en que todos llevamos un vocerío en la cabeza, constante y muy sonante. Mitote, le llama Ruiz; el Enemigo Íntimo, lo denomina Finley.

Cada una de esas voces asegura ser nosotros. El problema es que a la mayoría le creemos. Las hay individuales, como “el angelito” y “el diablito”, tan ilustrados en cuentos, caricaturas, películas, etcétera. Y las hay colectivas, aquellas que determinan la forma de pensar y actuar de una o varias generaciones.

Todas ellas se alían para crear, individual y colectivamente, miedos, filias, fobias, envidias, resentimientos, resistencias, pretextos, justificaciones, prototipos, estereotipos, tendencias, creencias. Tan acostumbrados como estamos los seres humanos a dejarnos llevar por nuestros impulsos, a no saber realmente ni lo que sentimos ni lo que pensamos, somos presas fáciles del Mitote o Enemigo Íntimo, y en la mayoría de los casos, sus esclavos, por identificación con un yo falso.

Las voces individuales están, no obstante, tan colectivizadas, que solo podemos darles tal carácter porque hablan desde uno para uno mismo, en tanto las otras son las de los demás para nosotros. Y ni siquiera con tal distinción es sencillo discernir entre unas y otras. De ahí que sea tan difícil conocerse a uno mismo. En cualquier caso, siempre se trata de egos en pugna.

Entre las voces colectivas, distingamos generaciones: la de nuestros padres y abuelos nos dijo que había que “partirse el lomo” para ganar dinero, que la falta de este es sinónimo de mediocridad, que hay que estudiar para tener un mejor futuro y tener paciencia para que nuestros esfuerzos den su fruto. Detrás de estos valores había mucho miedo a la pobreza porque, “hagan lo que hagan, los pobres no progresan, siempre les va mal y les caen todas las desgracias”. Podemos verlo en películas mexicanas como, justamente, “Nosotros los Pobres”.

Las personas que hoy están entre los cuarentas y los cincuentas son herederas de esta forma de pensar, pero, a su vez, los responsables de romper esos paradigmas, es decir, los facilitadores de las nuevas generaciones, que lo quieren todo ya y completo.

Quienes están hoy debajo de los 40, y algunos cuarentones rezagados, no sienten ya presión social alguna por no casarse o tener hijos, por no haber planeado un futuro o siquiera preocuparse por él. No confunden la instrucción con la educación y muchos de ellos ya ni siquiera creen en el poder del dinero. Son más emprendedores que empleados y saben que no hay que sudar la gota gorda para obtener recursos. ¡Benditos sean!

Sin embargo, viven al día y todo lo quieren ya. En ellos está vigente el vacío que la angustia ha ocasionado en el ser humano desde su surgimiento, y que los hace insaciables en cualquier ámbito en el que depositen sus aspiraciones, porque le suman la ansiedad que producen el estrés, la competitividad, la falta de proyectos y metas, la celeridad de la vida moderna y la inmediatez con que puede lograrse casi todo.

Como dice el filósofo polaco Zygmunt Bauman: “La cultura líquida moderna ya no siente que es una cultura de aprendizaje y acumulación, como las culturas registradas en los informes de historiadores y etnógrafos. A cambio, se nos aparece como una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido”.

Mucha frustración, pero poca aptitud para lidiar con ella, es lo de hoy.