Fernando de las Fuentes

Si en vez de aprecio y gratitud está recibiendo desprecios y cada vez mayores exigencias por parte de una o más personas, seguramente es usted un complaciente patológico, relacionado con insatisfechos crónicos. 

Pocos son los seres humanos que no querrían complacer al menos a otra persona, pues de la aceptación, la protección y el afecto de los demás dependemos para vivir, desde el tiempo de las cavernas. 

No obstante, esta necesidad instintiva de complacer puede ser acrecentada, hasta convertirse en una patología, por experiencias dolorosas de la infancia, como el amor condicionado, el abandono o el maltrato.

Se le suma además otra necesidad de carácter egótico, de la que absolutamente nadie escapa, pues nos permite manipular en lugar de “rogar”: parecer buenos ante los demás. 

¿Por qué sentimos culpa cuando le negamos algo a alguien? Por miedo a que nos hagan lo mismo, porque ya no somos buenos según los cánones de una distorsionada moral social de origen religioso, o por las dos cosas. 

Si hemos pasado la vida tratando de complacer a otros es porque nunca lo conseguimos… ni lo conseguiremos. Decía Richard Feynman, físico-teórico estadunidense, pionero de la mecánica cuántica: “No tengo la responsabilidad de ser como los demás esperan que sea. Es su error, no mi defecto”. 

El hecho de que continuemos intentándolo, olvidándonos incluso de nosotros mismos, se debe a que la interacción complacencia-insatisfacción es la única manera que conocemos de obtener lo que necesitamos, o eso creemos. 

Complacer siempre implica obtener algo a cambio. Mientras más grande la carencia, mayor la complacencia y más frecuente la relación con personas que nos hacen sentir que complacerlos es nuestro deber eterno. Y mientras más tratamos de agradar, más abusan. 

Los insatisfechos crónicos sufrieron seguramente las mismas carencias en la infancia que los complacientes, pero con mayor carga de control, que les impidió tomar decisiones propias, y muy frecuentemente sobreprotección, que los hizo sentir merecedores de todo esfuerzo ajeno. 

Sin embargo, la carencia de fondo es la misma: amor; igual que el miedo: ser lastimado. Por eso, el insatisfecho crónico puede convertirse en un complaciente y viceversa, según la persona con la que se relacione. Son las dos caras de la misma moneda.

Se concibe generalmente al complaciente como el dócil del binomio codependiente, y no tiene que ser así. En muchas ocasiones es la parte dominante, la que decide a dónde y cuándo se va, qué y cómo se hace. Impone para complacer; por tanto, se acostumbra a exigir abiertamente lo que quiere a cambio. 

El complaciente dócil, en cambio, solo espera calladamente que el insatisfecho crónico sepa, “adivine”, lo que necesita, lo cual no es por cierto muy difícil: todos creemos dar lo que necesitamos y en la medida en que lo necesitamos, lo cual es en realidad un autoengaño, porque no podemos dar lo que no tenemos. 

Damos edulcorantes, sustitutos, y cuando los recibimos de retorno, evidentemente nos quedamos insatisfechos. No reconocemos en eso que nos dan lo que esperábamos.

Ahí está, el hilo conductor de la complacencia a la insatisfacción y viceversa: nadie está en posición de dar ni recibir lo que exige, porque no lo conoce. Solo hay un intercambio de carencias.

Si conociéramos de primera mano el amor, la bondad, la generosidad, la gratitud, sabríamos que en realidad no hay manera de darlos sin recibirlos ni recibirlos sin darlos. 

El gran secreto es que, para “crear” esos milagros internos, sí tenemos que recibirlos antes de alguien; es decir, conocerlos de afuera para adentro. Solo que llegarán de quien menos lo esperemos, pero pasarán de largo si, en lugar de estar receptivos, nos empecinamos en exigir lo que queremos exactamente de quien lo queremos, personas que seguramente –pensaremos— están en deuda con nosotros tras tanta infructuosa complacencia.

En esto consisten la ceguera de la complacencia y la autoesclavitud de complacer.