Fernando de las Fuentes

Todos necesitamos saber quiénes somos. Sin identidad no existimos ni como especie ni como individuos, porque es el fundamento del ser pensante. ¿Quién soy? ha sido la primordial y ancestral pregunta de la mente humana.

Y he aquí la forma en que la hemos respondido: eres hombre, por tanto eres o deberías ser fuerte, viril, inteligente, sagaz, duro, dominante, valiente; eres mujer, por tanto eres o deberías ser suave, delicada, sensible, sexy, suficientemente inteligente, ingenua, sumisa, obediente y abnegada.

Cada una de estas categorías, hombre-mujer, con los atributos que les hemos impuesto por milenios, es lo que llamamos rol. La razón por la cual época tras época los roles se van desdibujando y los paradigmas bajo los cuales nos autodefinimos cambian, es porque vamos cambiando nosotros, de manera lenta y a veces imperceptible, pero segura e incesante.

La parte oprimida, llamémosles “desposeídos”, “ignorantes”, “esclavos”, “raza inferior”, “mujer” o cualquier otra de las condiciones de desventaja que la humanidad ha propiciado para que unos vivan de otros, tiene su momento histórico de crisis, en el que los desfavorecidos luchan abiertamente, entregan incluso su vida y ponen sus límites, pero los cambios ya venían gestándose.

Así pues, los cambios radicales son relativos, solo la punta del iceberg. Las sociedades cambian lento porque algunos somos agentes de cambio y otros de resistencia. Los que están inconformes con su rol y los que lo aman. Los dominados y los dominantes.

Este antagonismo sucede exactamente igual dentro de aquellos que rechazan su rol, en el confuso proceso de deslindarse de las etiquetas, del “deber ser” y el “tener que” -o sea, de las voces dominantes interiorizadas, hechas propias-, para saber quiénes son realmente, qué quieren y qué los hace sentir seguros y felices.

Tal antagonismo se manifiesta en última instancia en la revuelta social, aunque pocas veces se resuelve. Donde sí está la solución es en la vida cotidiana, en la que, para salirnos del rol, debemos poner y sostener límites, hacer las cosas de forma diferente, dar ejemplo y tratar a los demás como queremos que nos traten.

Para eso hay que quitarse el piloto automático y encender la conciencia. Ahí es donde muchos, la mayoría, ya no llegan, no solo porque no nos han educado para identificar y escuchar esa voz, sino porque lo que nos dice generalmente no nos gusta.

Hay una frase de Ortega y Gasset famosísima: “Yo soy yo y mi circunstancia”, muy enigmática y por tanto diversamente interpretada, hasta que se conoce lo que sigue: “y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Es decir, si no comprendo en primera instancia que mi circunstancia, que es mi rol, no soy yo, y en consecuencia lo trasciendo, seré un barco a la deriva, o peor, un títere en manos de quien astutamente sepa manipularme.

Aún peor, siempre me sentiré inseguro y, por tanto, infeliz, insatisfecho, estresado, resentido, furioso.

Solo cuando uno sabe exactamente quién es vienen la calma, la paz, la seguridad, la alegría, la relajación, la satisfacción. Cada uno de nosotros sabe que hay un yo muy lejano a los roles que nos han impuesto desde el principio de los tiempos. Hemos construido con base en ellos una personalidad, un ego, que de ninguna forma es nuestro verdadero ser.

Si lo que somos no es lo que dicen que debiéramos ser, ¿de qué se trata la vida, entonces? Pues de ir liberándose del rol, transformándose uno para transformar al mundo. Primero nos identificamos, después nos desidentificamos y hacemos las cosas de manera diferente, para bien o para mal.

Si realizáramos este proceso con conciencia, los resultados serían casi siempre para bien. Eso es evolucionar. Pero haciéndolo sin visualizarlo siquiera, producimos acontecimientos adversos sin saber ni cómo y luego nos preguntamos: “¿Por qué a mí?”.

Lo primordial, para saber quiénes somos, es saber quiénes no somos.