Fernando de las Fuentes

Cordura, sensatez, templanza en las palabras o acciones no son virtudes humanas que se adquieren por simple decisión. Son producto de la experiencia, la sabiduría que se gana con los años si se sabe sanar y modular las emociones, así como abrir la mente para cambiar creencias erróneas.

Tales virtudes deben ser vistas con sus sesgos particulares cuando hablamos separadamente de ellas, pero no cuando analizamos la gran virtud que juntas estructuran: la moderación.

Las virtudes se cultivan. No nacemos con ellas. Son conceptos éticos y morales construidos para convertir a los seres humanos en buenas personas, en hermanos de sus semejantes y protectores del planeta y de otras especies, de manera que superen ese miedo que impone la primitiva ley del más fuerte, obsoleta ya para nosotros, que nos hemos desarrollado suficiente en inteligencia para comenzar a evolucionar en conciencia.

La virtud tampoco es una cualidad. Estas pertenecen al terreno del ego, de la personalidad; puede uno nacer con ellas y también adquirirlas a lo largo de la vida. Las virtudes, en cambio, son estados del alma, producto del tan depreciado y despreciado desarrollo espiritual.

Los seres humanos no podemos evitar vivir espiritualmente, aunque centremos nuestra atención en la materialidad, porque el espíritu no es otra cosa que la conciencia, y nadie puede existir sin ella. Simplemente, con o sin religión, o nos quedamos en estados de conciencia poco desarrollados, con espíritus chiquitos, o los ampliamos, y crecemos espiritualmente, lo cual significa obtener todo lo que, sin excepción, deseamos los seres humanos, aun desde la pequeñez espiritual: amor, propósito de vida, seguridad, paz, tranquilidad, etc.

Para ubicar a la moderación entre las virtudes, nada mejor que recurrir al controversial obispo inglés Joseph Hall, moralista y satírico a la vez: “La moderación es el hilo de seda que corre por la cadena de perlas de todas las virtudes”.

Sin moderación, ninguna otra virtud se sostiene. La moderación es la única respuesta a una enfermedad emocional que hoy está muy extendida en todo el mundo: la insatisfacción crónica, que nos lleva a excedernos continua o frecuentemente, en cualquier tipo de actividad que realicemos. Podemos desmesurarnos comiendo o ayunando, gastando en exceso o privándonos de cosas que sí podemos adquirir, por ejemplo.

Tal insatisfacción proviene de carencias de la infancia que nos dejaron heridas no sanadas en su momento y, por tanto, de miedo a la carencia, que todos padecemos en alguna medida, por eso vivimos mirando al pasado y temiendo desde esa experiencia el futuro.

Creemos que si podemos tenerlo todo en el aquí y el ahora o estar seguros de que lo habrá, ya no sentiremos el dolor y el miedo del pasado, y tendremos asegurado el futuro. Así es como piensa la humanidad hoy en día.

Esta gran falacia es el patrón paradigmático de pensamiento que nos guía en todos los ámbitos de nuestras vidas. Y por eso estamos siempre buscando un equilibrio externo que nunca llega, porque no lo hay en lo interno. La vida se vive de adentro hacia afuera.

Ahora bien, por qué nos es tan difícil llegar a la moderación. Inicialmente, porque creemos que es una cualidad, es decir, un rasgo de la personalidad, que se adquiere haciendo de varias conductas hábitos, con fuerza de voluntad, disciplina, resistiendo las tentaciones y, sobre todo, aburriéndose mucho.

Nada más lejos de la realidad. La moderación es un estado del alma que consiste en principio en dejar de sentir que se necesita algo desesperadamente, de manera que cese el impulso de excederse para conseguirlo. Es producto del crecimiento emocional y por tanto espiritual. Es un resultado; es decir, hay que hacer algo irreductible para conseguirlo: sanar nuestras heridas. Y eso nos mantiene asustados por mucho tiempo, paralizados, en nuestras zonas de confort.

Y usted, ¿sigue asustado?