A unos meses de haber culminado mis estudios en la Universidad Agraria, en una visita a Saltillo, Carlos Ayala Espinosa, padrino de la generación de recién egresados de la carrera de Economía Agrícola, de la cual yo formaba parte, en tono cordial, me preguntó qué tal me iba. Aproveché y al vuelo le contesté que mal, porque no encontraba chamba. Se mostró preocupado y, solidario, me dijo, casi me ordenó, búscame en la ciudad de México a la brevedad; se van abrir expectativas que en mi oficina te platicaré.

Carlos Ayala, Tesorero del Gobierno de Coahuila en 1975, el más joven de esa época, fue también Coordinador de la Comisión Permanente de Tesoreros. Lo que le permitió relacionarse con el entonces Secretario de Hacienda y Crédito Público, Mario Ramón Beteta, quien, al término de su encargo en Coahuila, lo invitó a colaborar con él. En esta ocasión lo acompañaba como Coordinador de Programas Especiales del Banco Mexicano SOMEX, una institución de crédito estatal encomendada a Beteta por el Presidente de la República. 

Después de convencer a mi papá de que no iba a la ciudad de México a echar desmadre y de prometerle que no iba a buscar a ningún familiar ni conocido que me distrajera de mi afán, viajé toda una noche en “Autobuses Anáhuac”, para amanecer en la ciudad que tantas ilusiones sigue generando. 

 

Marzo de 1982, a mis recién cumplidos veintiún años no me percataba del panorama nacional; el mes anterior la moneda se había devaluado de 28.50 a 46 pesos por dólar; fuga galopante de capitales; los precios del petróleo por los suelos; crisis de gabinete:“it doesn’t really matter to me”. Yo lo que quiero es chamba, y a eso vine. 

Carlos Ayala sí sabía qué estaba pasando, se acababa de venir abajo la pretensión del Gobierno de comprar, a través de SOMEX, la fábrica de tractores agrícolas “Harvester”, la empresa que dirigiría mi padrino y a la cual tenía planeado incorporarme. “Yo ya me hacía gobernando la empresa, la crisis ya no permitió la compra, la operación se vino abajo. Es el momento de que busquemos otro lugar donde colocarte”.  Con esas palabras me ubicó en la realidad. No hay nada aquí, busquemos en otro lado, pensé.

El nuevo escenario me llevó a una nueva disyuntiva, o me regreso a Saltillo, a seguir buscando que hacer, o empiezo a tocar puertas en cada oficina gubernamental en la Ciudad de México. “No regreses a tu casa aunque no encuentres empleo, aquí no cabe la raza y allá te aburres de a feo”, dijo Monsiváis. Tal vez con esa lógica decidí quedarme, pero además ya era un reto personal, no podía regresar sin chamba. Así de difícil. 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                              Pues a tocar puertas a visitar oficinas y a sentir que “la cosa es calmada”. Si, pero ¿en dónde vivir por mientras? Me enteré que un amigo había logrado hospedaje en el albergue que, para sus agremiados de provincia, tiene el Sindicato de Trabajadores de la Secretaría de Agricultura. Una prestación que gozaba el papá de mi compañero, un gran agrónomo que llevaba muchos años laborando en la dependencia de gobierno encargada del fomento a la productividad agropecuaria.

De inmediato lo visité, él tenía las mismas ganas que yo de permanecer en la ciudad de México y me explicó el mecanismo del albergue, hospedaje por cinco días por semestre a cada empleado y los de su papá ya se habían vencido; “si quieres quédate, permanecemos de clandestinos cambiando de nombre”.  Me quedo y ahora explícame despacio qué hay que hacer, le respondí de inmediato.

La argucia consistía en preguntarle a cada huésped que llegaba su nombre y los días de estancia, para después de explicarle las penurias que buscar trabajo sin recursos significaba para nosotros y, así, sensibilizarlos para que nos apoyaran no dándose de baja al salir del hotel y permitiéndonos usar sus nombres y, lo importante, sus días sobrantes de hospedaje. Ya no me acuerdo cuantas veces cambie de nombre y de lugar de origen, pero si recuerdo esos rostros solidarios que al irse a sus casas siempre nos deseaban suerte, con un dejo de preocupación por nuestro destino.

Escuchando Radio Joya, “Tesoro Musical”, nos pasábamos las noches, planeando la estrategia para salir a la búsqueda del sueño burocrático el próximo día. Todas las noches la programación incluía un homenaje al trío “Los Panchos”, que intercalaba las melodías exitosas del conjunto con la narración de anécdotas en voz de sus sobrevivientes. 

Como el sonido ambiental era controlado por el encargado de la recepción del hotel, teníamos que aguantar sin chistar otros contenidos de su programación musical; así, ya para finalizar la noche, como una nana, el Príncipe de la Canción, José José, cantaba para mí una hora de su repertorio encaminándome al sueño reparador. Casi me aprendí de memoria todas sus canciones, las que incluso bañaban mi mente hasta cuando, al otro día, viajaba en el metro rumbo a mi destino. 

Aunque no lo crean, en la capital la ilusión no solo viaja en tranvía y José José fue mi nana y mi compañía. 

José Vega Bautista

@Pepevegasicilia

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