Dice Simone de Beauvoir que la teoría del materialismo histórico ha sacado a la luz verdades importantísimas. La humanidad no es una especie animal: es una realidad histórica. La sociedad humana es una anti-physis: no sufre pasivamente la presencia de la naturaleza, la toma por su cuenta.

Esta recuperación no es una operación interior y subjetiva, sino que se efectúa objetivamente en la praxis. De este modo, no podría ser considerada la mujer, simplemente, como un organismo sexuado. Entre los datos biológicos, tienen importancia sólo los que adquieren en la acción un valor concreto; la conciencia que la mujer adquiere de sí misma no está definida por su sola sexualidad: refleja una situación dependiente de la estructura económica de la sociedad, estructura que traduce el grado de evolución técnica alcanzado por la humanidad. 

En su análisis en, “Hacia una antropología del género”, Sonia Montecino Aguirre, agrega: “Desde hace algún tiempo el concepto ‘la mujer’ como una categoría sociológica unívoca ha dejado de utilizarse en las Ciencias Sociales y se ha preferido hablar de género, como un modo de diferenciar los datos de la biología y los culturales a la hora de definir lo que se entiende como masculino y femenino, o como hombre y mujer.

 

Así, la distinción entre sexo y género (aportada por Stoller y Money, ya en 1950), entendiendo al primero como el operador de la diferencia entre macho y hembra, y al segundo como la construcción social y cultural de las diferencias sexuales, se ha extendido desde fines del siglo XX, aun cuando no ha sido completamente socializado fuera del ámbito de las disciplinas sociales y humanas.

Como todo concepto, el de género necesita algunas aclaraciones previas para entenderlo a cabalidad. Así, alude en primer lugar a la noción de construcción, de arbitrariedad cultural. Simone de Beauvoir en “El Segundo Sexo” anunció esta idea cuando sostuvo que “no se nace mujer, se hace”. Lo mismo podríamos decir hoy de los hombres, en la medida en que los atributos asignados a lo femenino y masculino varían de sociedad en sociedad y de época en época, ello porque no hay nada fijo en las identidades de los sujetos; por eso, cuando hablamos de identidades de género estamos suponiendo un proceso de identificación y diferenciación constantes donde, casi como en un juego de espejos, hombres y mujeres nos miramos para reconocernos y desconocernos.

De este modo, el concepto de género es relacional, alude a un permanente vínculo, al menos, entre los términos femenino y masculino (en nuestra sociedad).

El correlato de ello es que las relaciones entre hombres y mujeres son sociales, y como sostiene J. Scott son las relaciones sociales primarias donde se articula el poder. De allí que en las distintas comunidades humanas encontraremos relaciones de género donde las mujeres son subordinadas, en otras percibiremos complementariedad y en otras, como piensan algunas antropólogas, igualdad.

Sin embargo, la utilización del concepto de género nos planteará también una nueva forma de concebir a los sujetos, no se trata simplemente de comprender cómo el rasgo de ser hombre o mujer va a incidir en las relaciones sociales de poder sino que supone una noción de “sujeto múltiple”.

Esto es, cada uno(a) de nosotros(as) experimentará su género de acuerdo a la clase social, a la generación y a su pertenencia étnica. Del mismo modo, las posiciones que ocupemos en las distintas estructuras sociales estarán marcadas por esas diferencias. De esta manera evitamos reducir a las personas (dando pie con eso a la discriminación) y más bien las entendemos como un complejo y entreverado cruce de rasgos y pertenencias.

Agreguemos a ello el importante peso de la subjetividad, de los procesos de elaboración psíquicos y su constante tránsito desde lo social a la matriz individual y desde ésta al mundo colectivo. En esta óptica es crucial hablar desde este lugar, donde el género, la clase, la generación, la etnicidad y la subjetividad se intersectan, pues evita las generalizaciones y los prejuicios androcéntricos y etnocéntricos que han dominado los discursos sociales (Moore).

Así, cuando hablamos de género tenemos que necesariamente especificar las diferencias que existen entre hombres y mujeres y las que se dan al interior de ellos(as). Este doble movimiento nos situará en un nivel en donde más allá de las marcas dadas por la cultura de las distinciones sexuales, podremos identificar las otras señales de diferenciación social.

José Vega Bautista

@Pepevegasicilia

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