Jacobo Pastor García Villarreal[1]

Mediante la Resolución 58/4 del 31 de octubre de 2003, la Asamblea General de las Naciones Unidas designó el 9 de diciembre como el Día Internacional contra la Corrupción, con el objetivo de sensibilizar sobre esta problemática y fomentar acciones corresponsables que destaquen la importancia de promover la integridad a nivel global.

La integridad puede definirse como el uso de fondos, recursos, activos y autoridad de acuerdo con los objetivos oficiales definidos y en línea con el interés público. Implica la alineación coherente con, y el cumplimiento de valores, principios y normas éticos compartidos, para mantener y dar prioridad a los intereses públicos, por encima de los intereses privados, en el sector público. Si bien la integridad es uno de los pilares fundamentales de la buena gobernanza y es una responsabilidad máxima de cualquier gobierno, también es cierto que los riesgos en materia de integridad están presentes en las distintas interacciones entre el sector público y el sector privado, la sociedad civil y las personas, en todas las fases del proceso político y del ciclo de elaboración de políticas públicas, por lo que esta interconexión exige un enfoque integrador que abarque al conjunto de la sociedad.

En efecto, la Recomendación del Consejo de la OCDE sobre Integridad Pública[2] establece que los gobiernos adherentes deben promover una cultura de integridad pública que abarque al conjunto de la sociedad colaborando con el sector privado, la sociedad civil en general y los ciudadanos en particular. Por ende, cada uno de este conjunto de actores tiene una contribución que hacer para lograr una verdadera cultura de integridad.

No debemos olvidar que, no hace mucho, todavía se toleraba en distintas partes del mundo que las empresas obtuvieran contratos en países extranjeros por medio de sobornos y algunas, como el famoso caso de Odebrecht, incluso tenían unidades específicamente dedicadas a obtener contratos por medio de prácticas corruptas. Afortunadamente, el mundo reconoció lo pernicioso de estas prácticas que serían prohibidas por legislaciones nacionales y por instrumentos internacionales como la Convención de la OCDE para Combatir el Cohecho de Servidores Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales.[3]

La necesidad de fomentar la integridad pública se base en sólida evidencia sobre los efectos negativos de la corrupción. Primero, implica costos sustanciales para la economía. Si bien hay divergencia sobre la magnitud exacta de estos costos, en lo que sí hay acuerdo es que los mismos no son menores. Segundo, la corrupción hace que las políticas públicas sean ineficaces en el logro de sus objetivos, y que además sean excluyentes, debilitando la capacidad del Estado para llevar a cabo sus tareas. Tercero, la corrupción distorsiona el gasto y lleva a malas decisiones de inversión pública (por ejemplo, redundando en baja calidad de la infraestructura y los famosos “elefantes blancos”). Cuarto, la corrupción representa la puerta de entrada a la sociedad de amenazas globales como el crimen organizado. Quinto, la corrupción merma la confianza en las instituciones públicas y, por ende, la capacidad de los gobiernos para llevar a cabo reformas. Finalmente, la corrupción distorsiona la distribución de recursos de actividades productivas a actividades rentistas.

En 2015, México emprendió una serie de reformas para establecer una nueva gobernanza de sus políticas de integridad pública y las instituciones encargadas de las mismas, derivando en el Sistema Nacional Anticorrupción. A seis años de esas reformas, quedan múltiples pendientes, algunos notables cuando se compara la experiencia de México con la de otros países:

  1. Fortalecer el Sistema Nacional Anticorrupción y los sistemas estatales: Desde febrero hasta septiembre de 2021 el Comité de Participación Ciudadana del Sistema Nacional Anticorrupción contó con un solo integrante, de los cinco que debe tener. Esto se debió a retrasos en el nombramiento de los remplazos de los miembros cuyos periodos fueron terminando. Esta omisión deja ver la necesidad de refrendar el compromiso con el sistema para que opere a cabalidad. Por otro lado, hay grandes divergencias en el funcionamiento y la gobernanza de los sistemas estatales. Mientras algunos operan con fluidez y en coordinación entre las instituciones que los integran, en otros ha habido retrasos en los nombramientos e, incluso, acusaciones sobre perfiles inadecuados y conflictos de interés. Para que el sistema nacional y los sistemas estatales, que son las instituciones que nos hemos dado para fortalecer la integridad pública, funcionen adecuadamente, es necesario que todas las instituciones del estado mexicano refrenden su compromiso.
  1. Atender la integridad pública desde los procesos electorales: Como parte del trabajo del Sistema Nacional Anticorrupción y de los sistemas estatales se han diseñado tanto una Política Nacional Anticorrupción como políticas estatales. En muchos casos, los procesos de elaboración de las mismas han incluido amplias consultas a diferentes actores sociales. Sin embargo, un gran tema ausente en todas ellas ha sido la integridad en los procesos electorales. En su publicación “Dinero bajo la Mesa”, María Ámparo Cassar y Luis Carlos Ugalde concluyeron que, por cada peso declarado de gasto en procesos electorales, hay 15 pesos que no se reportan y que podrían tener sus orígenes en recursos públicos desviados, en el crimen organizado o en contribuciones privadas con miras a ganar contratos públicos de manera indebida.[4] Nuestro sistema electoral debe corregir estas debilidades, que son el origen de fenómenos de corrupción, mediante medidas como la prohibición de contribuciones en efectivo a partidos y campañas políticas (como sucede en Argentina y Uruguay, por ejemplo) y el fortalecimiento de las capacidades de fiscalización del Instituto Nacional Electoral (INE).
  1. Fortalecer las capacidades de sanción de la corrupción: Si partimos del supuesto de que detrás de la participación en un acto de corrupción hay un razonamiento o cálculo del beneficio a obtener, el potencial costo y la probabilidad de que se identifique y castigue el acto, entonces podemos concluir que es necesario hacer más probable la identificación y sanción del mismo. Según un estudio del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) y la asociación civil TOJIL, publicada hace apenas unos días, durante 2019 y 2020 las fiscalías anticorrupción del país iniciaron 18 mil carpetas de investigación por posibles hechos de corrupción de funcionarios públicos, pero solo 67 casos desembocaron en una sentencia en contra de los responsables, es decir, menos del 1%. Con ese porcentaje de bateo, las probabilidades de que los funcionarios racionalicen la corrupción es muy alta.
  1. Diseñar una política de protección a denunciantes: En diferentes países miembros de la OCDE, por ejemplo, el Reino Unido y la República Eslovaca, se han establecido políticas y procedimientos para brindar protección a los denunciantes de actos de corrupción, no solo en su integridad física, sino también en su estabilidad laboral. En los sistemas más avanzados si un superior jerárquico toma una acción en represalia contra el denunciante, por ejemplo si lo despide, tendrá que demostrar que dicha acción no fue a consecuencia de la denuncia, es decir, la carga de la prueba recae en el superior jerárquico. Este tipo de políticas parten del supuesto de que los mismos funcionarios pueden darse cuenta de actos de corrupción dentro de sus instituciones, pero muchas veces no las denuncian por el temor a represalias.

Claramente, México no podrá solucionar los grandes retos que enfrenta, por ejemplo, altos índices de pobreza, desigualdad, baja productividad, crimen organizado y desarrollo de infraestructura, si no logra enraizar una cultura de integridad en toda la sociedad. De hecho, la integridad es un requisito sine qua non para lograr un gobierno más democrático, una economía más productiva y una sociedad más incluyente.

Ante ello, es necesario que todos, gobiernos, empresas, sociedad civil en lo general, y ciudadanos en lo particular, refrendemos nuestro compromiso por un México íntegro. Hoy más que nunca, que el país sufre las consecuencias de la desaceleración económica derivada de la crisis del COVID-19 y sus secuelas en forma de desigualdad, desempleo y falta de oportunidades, la integridad es no solo un imperativo moral, sino una cuestión de recomposición del tejido social y de bienestar de sus habitantes.

 

[1] Jacobo Pastor García Villarreal es Especialista Senior en Políticas de Integridad y Compras Públicas de la OCDE. Este artículo se publica bajo la responsabilidad individual de su autor. Las opiniones e interpretaciones que figuran en el mismo no reflejan necesariamente el parecer oficial de la OCDE o de los gobiernos de sus países miembros.

[2] https://www.oecd.org/gov/ethics/recomendacion-sobre-integridad-es.pdf.

[3] https://www.oecd.org/daf/anti-bribery/ConvCombatBribery_Spanish.pdf.

[4] https://dinerobajolamesa.org/.